Joan Yeguas
Dentro del recorrido de la colección de arte del Renacimiento y Barroco encontramos el ámbito “Retrato. Biografías pintadas”, con un pequeño apartado dedicado a “La imagen del donante”, un espacio adecuado para observar cómo se plasma en retrato la afirmación de la individualidad y como en determinados casos también se representa su prestigio social ante el resto de miembros de la sociedad donde se encuentra esta persona. Un caso paradigmático lo constituye el cuadro Adoración de Cristo con la família Ayala.
De entrada, encontramos un retrato en familia de estas cuatro personas, identificados con los Ayala, debido a un motivo heráldico que se observa en una de las joyas, con la representación de dos lobos. Se trata de una pareja y sus dos hijos en el año 1602, cuando el rey Felipe III concede el condado de Ayala. El hombre es Antonio Francisco de Fonseca y Toledo, primer conde de Ayala y señor de Coca, y su esposa Mariana Tavera de Ulloa. Sus hijos mayores fueron Antonio de Fonseca y María de Fonseca, y al cuadro tendrían 5 y 2 años, respectivamente. Una obra atribuida al flamenco Juan de Roelas, cuando la corte real hacía relativamente poco tiempo que se había instalado la capitalidad del imperio en Valladolid (1601-1606) gracias a las intrigas del duque de Lerma.
Pero el retrato de esta familia va más allá. Sus miembros salen dentro de una escena religiosa, haciendo evidente, que ellos habían pagado la pintura. Seguramente, la obra se encontraba en una capilla privada de los condes de Ayala, quizás en Valladolid, pues, esta ciudad castellana era su domicilio habitual. En todo caso, su presencia en primer plano en parte eclipsa la historia sagrada que pasa detrás, tal como manifiestan el lujo sus vestidos y joyas. El contraste entre la pompa de la familia Ayala y la humildad del Nacimiento del hijo de Dios, aunque hace más evidente esta exhibición de vanidad terrenal.
La indumentaria como reflejo del estatus social
El traje hace al hombre. El hecho de que un aristócrata se retrate con armadura refleja la proyección de su poder. Este noble quiere transmitir un mensaje: que puede costearse un equipaje de guerra de categoría. Además, la armadura constituía una señal de identidad de su estamento y de los valores que debían regir su vida, vinculada con la mentalidad caballeresca feudal. Por su tipología (con franjas bicolores -negro y dorado-), así como el tipo de cenefa geométrica que decoraba las franjas doradas, la armadura del conde de Ayala recuerda las que realizaba el armero Pompeo della Cesa, que había trabajado por el joven rey Felipe III (véase el retrato pintado por Juan Pantoja de la Cruz en 1605 y conservado en el monasterio de San Lorenzo de el Escorial); hay que tener en cuenta que la colección de la Real Armería fue tomada como modelo para diferentes tipos de retrato aristocrático. Al margen de la armadura, también podemos ver un fragmento de su espada, en concreto, la empuñadura dorada. A nivel de vestimenta, a pesar de estar arrodillado, se distinguen las habituales bragas erizadas («calzas folladas» en castellano), de moda en la corte hispánica entre 1550 y 1.625 aproximadamente. Y vale la pena comentar el tipo de barba, con bigote (aunque no levantados de las puntas) y perilla (en auge a partir de la década de los años 90 del siglo XVI).
La mujer lleva traje rígido, de los que se llaman «estilo de aparato», para las ceremonias y actos sociales. Consistía en una túnica o saya entera que ocultaba las curvas del cuerpo femenino, con una parte inferior que se construía sobre un verdugado, adornado con aros de madera para otorgar volumen. Destaca la decoración que llevaba en el cuello y en los puños, similar a las del marido, a base de una gorguera de cuello lechuguilla.
En el resto de la superficie del vestido también se observan diferentes joyas de arreglo del conjunto: destaca un broche en forma de rombo, que de conjunto de una collar hecho con piedras preciosas, también a juego con una cadena que lleva a la cintura y los múltiples botones. El embellecimiento femenino contenía más joyería: pulseras, anillos, pendientes, diadema y un recogido de pelo hecho con perlas.
El niño y la niña también lucían sus mejores galas. El heredero llevaba una túnica o saya, siguiendo la costumbre española de finales del siglo XVI y hasta bien entrado el XVII de vestir a los niños como niñas hasta los 5 años de edad. La niña lleva un traje estilo de aparato, como la madre, lleva pendientes con perlas, y sujeta un broche con la heráldica de los Ayala, con una ristra de perlas. Por el contrario, el niño ofrece al Niño Jesús un cofre abierto, forrado de terciopelo rojo, de donde derraman joyas.
Una escena de riqueza y esplendor social
Para finalizar la escena de esplendor, en los pies de los niños podemos observar un ave exótica, dentro de la familia de los loros (Psittacidae). Se trata de una especie que se llama amazona de Cuba (Amazona leucocephala), muy común en algunas islas del Caribe. El color de su plumaje es verdoso, salvo la zona roja que tiene en la parte del cuello, pero a la pintura el color verde ha virado hacia un tono oscuro, seguramente debido a la oxidación de los pigmentos.
La posesión de animales exóticos siempre se ha visto como un signo de riqueza y poder social, ya sea desde la antigua Roma hasta la actualidad, pero es especialmente interesante en el contexto temprano del comercio con América (junto con otros animales -pienso en los cocodrilos que decoraban iglesias-, también llegaron productos agrícolas -maíz, tomate, patata, cacao, etc.- y alfarería indígena -alguna de la que se comía, decían que tenía propiedades alucinógenas y abortivas, véase la bucarofagia-).
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