El latido de la naturaleza. Dibujos del siglo XIX de las colecciones del Museu Nacional

1.659

Francesc Quílez y Aleix Roig

Imágenes de la exposición. Fotos: Marta Mérida

La exposición El latido de la naturaleza se ha estructurado a partir de los distintos elementos surgidos de la relación entre el artista y la naturaleza. El hilo conductor es la obra sobre papel, presente en los seis ámbitos expositivos en los que se agrupan las casi 80 piezas, que configuran un relato expositivo que se caracteriza por dar visibilidad a un conjunto bastante desconocido y que permite poner en valor la colección del Gabinete de Dibujos y Grabados del Museu Nacional d’Art de Catalunya. La selección se completa y enriquece con un grupo de pinturas, todas propiedad del Museu Nacional, salvo cuatro que pertenecen al Museu d’Art Jaume Morera de Lleida y una quinta que se encuentra depositada en el Museo Marítimo de Barcelona.

El álbum de artista

El recorrido comienza con una selección de un grupo de álbumes que prefiguran algunos de los aspectos que conforman la identidad de las diversas áreas temáticas representadas en la muestra.

Álbumes de artista. Foto: Marta Mérida

Aunque de naturaleza y tipología diversa, este tipo de álbumes a menudo estaban configurados por una serie de pequeñas notas y esbozos que constituían la génesis de alguna pintura realizada en el interior del taller del artista. Sin embargo, en otros casos, solo respondían a una pulsión artística esporádica o incluso servían para reunir la producción propia, con voluntad coleccionista. En efecto, gran parte de estas obras contenían páginas llenas de dibujos ágiles y espontáneos destinados a no trascender el entorno de su creador.

Se trataba de piezas personales, con una amplia variedad tipológica condicionada por los intereses del momento. En el caso de la representación de la naturaleza, por un lado, encontramos la delicada minuciosidad de la obra Rosa laurel de Alexandre de Riquer (1856-1920), en consonancia con el ámbito dedicado a las formas orgánicas. Por otro lado, la inmensidad de un horizonte inalcanzable, presente en Paisaje marroquí, de Marià Fortuny, nos aproxima a algo que veremos posteriormente en el ámbito dedicado a la fenomenología natural. La ruina como elemento recurrente del imaginario romántico goza también de un espacio propio en la muestra, así como de una adecuada prefiguración en esta sección de álbumes basada en las obras de Lluís Rigalt, Castillo de Centelles y Castillo de Centellas, quien se esmeró en conservar sus dibujos de viajes por la geografía catalana. Por último, los dibujos de Apel·les Mestres muestran la actitud del artista del siglo XIX ante la naturaleza, que genera un reencuentro con el entorno a partir de la contemplación directa y el acto de creación, y que confirma el perfil de una personalidad caracterizada por la asimilación de todo tipo de influencias y por captar su entorno con una infinita inquietud.

Apel·les Mestres (Barcelona, 1854-1936). Fuente del cobre / Hombre tumbado (Álbum de temas diversos). 1880. Lápiz grafito y acuarela sobre papel. 24 × 65 cm (álbum obert). Museu Nacional d’Art de Catalunya

El flâneur de la naturaleza

Esta actitud inmersiva, de la que es deudora toda la muestra y que inspira todo su recorrido, es propia de la figura a la que se dedica el primer ámbito expositivo: el flâneur de la naturaleza. Este camina al aire libre, una práctica gratificante en la que disfruta del ejercicio lúdico de contemplar, embelesarse y detenerse donde le plazca. Del mismo modo que lo hace el flâneur de la ciudad, mantiene una actitud dispuesta a descubrir, en cada rincón del camino, el hallazgo inesperado, la epifanía del azar que lo asalta y le sirve para nutrir la sensibilidad artística. Sin embargo, se aleja del ruido de la gran ciudad para sumergirse en la inmensidad de un entorno natural que le ayuda a formular ideas estéticas y la correspondiente cristalización en composiciones destinadas a captar el latido de la naturaleza.

Pese a tratarse de un apunte de intencionalidad tan anecdótica como divertida, la acuarela realizada por el arquitecto Josep Oriol Mestres (1815-1895) en la que aparece Claudi Lorenzale sobre un equino representa magistralmente las salidas a la naturaleza impulsadas por los artistas románticos. En este sentido, se convierte en una imagen icónica de la aparición de una práctica formativa, la del trabajo al aire libre, que se consolidará, en el sistema académico catalán, a partir de la década de 1850.

Josep Oriol Mestres (Barcelona, 1815-1895). Retrato de Claudi Lorenzale. 1845. Aquarela y lápiz grafito sobre papel. 19 × 13 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

También encontramos dos obras destacadas de Jaume Morera i Galícia que captan este impulso que lleva al hombre a descubrir las riquezas del mundo que lo rodea. El leridano ejemplifica el ideal del flâneur de la naturaleza, quizás incluso de forma más significativa que ningún otro artista presente en la muestra, dado que adopta una actitud de desafío de los riesgos y las inclemencias climáticas. Sin embargo, su ímpetu por representar lugares inaccesibles, esquivos y peligrosos lo sitúa en una posición en que la pulsión artística supera la propia autoprotección. El pintor y su guía muestra la realidad de un horizonte nublado sobre un páramo desprovisto de arboledas. El terreno se convierte en una incógnita para el artista viajero, aún más acusada por la niebla que se deja entrever. Afortunadamente, este dispone de una figura auxiliar que lo acompaña durante esta dura travesía; lejos queda la tranquilidad encorsetada entre los muros del taller. Casi como si se completara el trayecto descrito en la obra anterior, el lienzo Peñalara (Sierra de Guadarrama) presenta al artista en su destino. Estas dos piezas son también un homenaje a sí mismo y, por extensión, a esos artistas-viajeros más intrépidos que no dudaban a la hora de adentrarse en parajes hostiles, resistiendo las inclemencias del tiempo y del entorno salvaje que los rodeaba. Se trata de creadores que permanecen impasibles frente al reto de proyectar una realidad que con su grandilocuencia los supera.

Los apuntes rápidos de Ramon Martí i Alsina también plasman esta realidad a partir del contacto directo y ponen de manifiesto la influencia del pensamiento positivista. Ausentes de retórica, en su visión marcadamente naturalista también encontramos la inmersión curiosa del hombre frente al medio. Se caracterizan por constituir una aproximación muy directa, inmediata, espontánea; unas notas que tendrán una función instrumental y que lo ayudarán a superar la influencia escenográfica de sus predecesores y a adoptar un registro en la representación del paisaje más verosímil y realista.

Formas orgánicas

De menor a mayor, el siguiente apartado de la exposición muestra cómo el proceso de creación artística requiere la citada observación de cada uno de los elementos que acaban definiendo un espacio natural. Este análisis aproximativo mantiene lazos estrechos con el estudio científico, plasmando con el arte las imperfectas e impredecibles curvas de las formas orgánicas. Más allá de la singularidad de estas irregularidades, el artista es capaz de identificar los patrones comunes que definen a una especie. La representación de estos arquetipos aparece a menudo relacionada con un determinado recurso artístico, ya sea en forma de punto, mancha o línea. Así pues, cada uno de estos motivos orgánicos acaban convirtiéndose en los ingredientes que configuran un paisaje y que cada artista describe con su lenguaje personal. Este ámbito es uno de los que mejor refleja la dimensión evolutiva de la naturaleza, su capacidad de transformación y su metamorfosis permanente en un sentido creativo, del que también participa toda la exposición.

Teresa Lostau (Barcelona, 1884-1923). Salicaria (flor silvestre). Hacia 1921. Lápiz grafito y acuarela sobre papel. 16,5 × 12,5 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

A modo de ejemplo, podemos encontrar desde los severos dibujos de flores de Teresa Lostau (MNAC 107325-D, 107318-D, 107351-D), deudores de una aproximación cercana a la botánica, con anotaciones de las especies en latín, hasta el heterodoxo lenguaje colorista presente en la obra Oro y azur de Joaquim Mir (1873-1940).

Joaquim Mir (Barcelona, 1873-1940). Oro y azur. Hacia 1902. Óleo sobre lienzo. 111 × 111 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

La Caja-paleta de Marià Fortuny con paisaje sintetiza buena parte de una expresión a lo largo de los ámbitos anteriores. En efecto, sobre un soporte auxiliar, seguramente utilizado durante algunas salidas al aire libre, el artista creó un pequeño paisaje a partir de ágiles pinceladas. Estas últimas se entremezclan de forma orgánica con las manchas de pintura presentes en el mismo objeto, fruto de la misma actividad del pintor. El pequeño apunte que casi se vislumbra también prefigura buena parte de una exposición en el ámbito siguiente.

En este espacio también emerge con fuerza la voluntad creativa de determinados creadores, su repentino —por inesperado— interés por la representación de los fenómenos naturales. Se trata de un hallazgo inesperado que, en el caso de Fortuny, contribuye a superar las etiquetas reduccionistas, aquellas que le identifican como un pintor de casacas y orientalista. La exposición cuestiona este prejuicio y ayuda a vislumbrar la importancia que en su carrera artística adquirió la temática del paisaje.

Fenómenos atmosféricos y naturales

Efectivamente, el siguiente apartado se dedica a la fenomenología atmosférica y natural. El enfrentamiento directo con la naturaleza a través del plein air situaba al artista frente a un número infinito de variables generadas a partir de los diversos fenómenos atmosféricos y naturales. La fenomenología de los diferentes horizontes incide directamente en los árboles, las rocas, los animales… y surge a través de la luz la perfecta simbiosis entre el cielo y la tierra, si bien estos fenómenos son capaces de empequeñecernos cuando se muestran con toda su rotundidad. Así pues, la fuerza de las tormentas cautiva al más valiente y la inacabable niebla sugiere un camino incierto, tan difuso y misterioso como el que se abre detrás de la implacable y cegadora luz meridional. En el propio Fortuny encontramos el ejemplo más logrado de entre los que buscan reflejar esta luminosidad propia de las latitudes mediterráneas. En este espacio descubrimos un gran número de obras del reusense que proyectan amplias panorámicas de la costa norteafricana. La gran mayoría de estas piezas son acuarelas que sirvieron de estudios preparatorios para el lienzo La batalla de Tetuán. La claridad abrumadora que descubrió en África fue determinante para su arte, porque, si bien durante la etapa de formación barcelonesa ya había trabajado al aire libre, la experiencia africana representó un punto de no retorno en su búsqueda permanente para encontrar una voz poética propia. Desde entonces, buscaría constantemente esta luz en sus viajes hacia parajes meridionales, alejados también de las obligaciones y el trasiego de Roma, donde residía, ya fuera en el mismo Marruecos, en Granada o en Portici.

Marià Fortuny (Reus, 1838 – Roma, 1874). Paisaje marroquí. Estudio para el cuadro «La batalla de Tetuán». Hacia 1860-1862. Aquarela sobre papel. 50 × 60 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

La cegadora luz mediterránea también está presente en el óleo Pavos (Sant Pol de Mar) de Nicolás Raurich. Los expeditivos toques con los que se define el plumaje de las aves recuerdan a los empleados por Fortuny para representar a las gallinas de la obra Herrador marroquí, si bien la claridad de la pared encalada es la gran protagonista de la obra. Su dominio se acentúa a partir del gran grosor de carga pictórica que caracteriza el estilo del artista. Este efecto matérico se convierte en un trompe-l’oeil accidental, que hace aún más veraz la representación de la cal sobre el muro desnudo.

Nicolau Raurich (Barcelona, 1871-1945). Pavos (Sant Pol de Mar)). Hacia 1912. Óleo sobre lienzo adherido sobre madera. 54,5 × 53 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

Regresando a una propiedad del dibujo, la serie de nubes de Joan González Pellicer (1868-1908) también atestigua una aproximación a la naturaleza basada en un lenguaje con una marcada huella personal. En este caso, el barcelonés optó por representar la sinuosidad de las nubes a partir de un marcado claroscuro, enfatizando la sinuosidad de las curvas, y realizó una serie que tuvo un cariz experimental. Tal como sucede en otras producciones de nubes presentes en la muestra, nos encontramos con uno de los motivos representativos más paradigmáticos de la constante transformación de la naturaleza.

Joan González (Barcelona, 1868-1908). Estudio de nubes. Núm. 2. Hacia 1904-1906. Lápiz grafito y acuarela sobre papel. 23 × 29,5 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

La imposibilidad de captar este elemento en constante movimiento evidencia una vez más las limitaciones del hombre, pero también de la condición intrínseca de la propia naturaleza. Así pues, el movimiento solo puede plasmarse a través de los ingenios técnicos, es decir, la fotografía. Sin embargo, la manifestación artística a través del ejercicio y la pintura se convierte en un atractivo constructo que desafía constantemente la retina del artista y agrupa las diferentes variaciones en cuerpos que, a pesar de su verosimilitud, nunca han existido. Esta paradoja es también especialmente evidente en el siguiente ámbito, en que el agua y, sobre todo, el mar son los protagonistas.

Tierra última

En efecto, el mar se convierte para el artista en un espacio tan indefinido como infinito. La ambigua lejanía del horizonte y la impenitente fuerza de sus aguas pueden atemorizar al más experto de los navegantes. Como bien hemos dicho, el mar presenta una variabilidad constante, imposible de captar a través del lápiz y el pincel, con los que solo se puede plasmar una aproximación atemporal. El entorno marino se define normalmente con su faceta más feroz. Sin embargo, también es habitual la representación del intento humano por dominarlo, una victoria cotidiana solo entendida a partir de la larga tregua que nos ofrecen las aguas.

Los naufragios, la actividad tempestuosa, las visiones crepusculares y lunares, o la ferocidad de las olas son algunos de los motivos, de ascendencia romántica, que desvelan el interés de los artistas que se encuentran representados en este espacio expositivo.

Dos obras de Jaume Morera muestran motivos diametralmente opuestos. Por un lado, Playa de Villerville (Normandía) describe un mar que, pese a no mostrar una marcada agresividad, pone de manifiesto su fuerza a partir de los restos que ha arrastrado a la playa. La inquietante oscuridad del cielo no nos invita a meternos en el agua. Por el contrario, El Sena. Cercanías de El Havre, puerto de Rouen es uno de los pocos casos presentes en El latido de la naturaleza en los que se muestra un espacio natural aparentemente dominado por el hombre.

Otro caso destacado pertenece a la obra Marina, del pintor Baldomer Galofre (1846-1902). La pieza muestra un mar en aparente calma, que se ve amenazado por una tormenta que se aproxima por la vertiente izquierda.

Baldomer Galofre (Reus, 1846 – Barcelona, 1902). Marina. Hacia 1880-1886. Tinta, aguada y lápiz conté sobre paper. 48,3 × 64,8 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

El reusense muestra recurrentemente peligros que acontecerán, un tipo de insinuaciones que también pueden verse en la obra Paisaje, presente en el ámbito anterior, en la que un tenue humo advierte de un futuro incendio.

La vertiente más intimidatoria del agua la podemos ver en otras obras, sobre todo en el lienzo de Joaquim Vayreda Marina (Sète, Languedoc). La marina muestra el salvaje dinamismo de las olas, que embisten a una pequeña embarcación. Sabedores de que la situación empeorará, tal y como indica la progresión de la tormenta, los navegantes han optado por volver a la playa. Una segunda embarcación se ha quedado rezagada al fondo y su regreso es todavía más urgente. Entre los elementos enterrados en la playa situada en primer término, parecen advertirse los restos de algún naufragio pasado.

Joaquim Vayreda Vila (Girona, 1843 – Olot, 1894). Marina (Seta, Llenguadoc). Cap a 1873-1875. Oli sobre tela. 24 × 40 cm

La poética de la ruina

La tenacidad del hombre, vinculada al anhelo de supervivencia y al inútil apego hacia su propia mortalidad, nunca es capaz de vencer al poder de la naturaleza que nos destruye por una desafortunada causalidad o, en el mejor de los casos, por la inevitable degradación del tiempo. Así, el naufragio de las civilizaciones, de un pasado anhelado y, por extensión, de una juventud esplendorosa también aparece representado a través del siguiente ámbito, dedicado a la nostalgia surgida de la ruina.

Con su poder evocador, la imagen de la ruina arquitectónica se convirtió en uno de los motivos más visitados por el imaginario artístico del siglo xix y se transformó en un icono alusivo al sentimiento de la fragilidad de la condición humana. La visión de este elemento también contribuyó a la aparición de una corriente estética en que la contemplación de un pasado arquitectónico esplendoroso, que había sido vencido por el poder destructivo de la naturaleza, abría las puertas a un sentimiento de nostalgia, de una melancolía que pasó a constituir uno de los rasgos distintivos del artista romántico. La transformación artística de la ruina facilitó la posibilidad de conciliar el arte y la naturaleza, congelando la acción del paso del tiempo.

Dos de las piezas más destacadas de este ámbito sirven para poner de manifiesto la evolución de los lenguajes pictóricos de la época. Así pues, el óleo de Lluís Rigalt  Ruinas muestra la capilla del castillo de Camarasa bajo una óptica plenamente romántica, con el incentivo de cierta sensibilidad patrimonial. En el caso de Ruinas del Palacio, de Ramon Martí i Alsina, se abandona el artificio teatralizado en favor de una visión más veraz y que también pretende dar protagonismo al entorno natural, en este caso, las nubes.

Lluís Rigalt (Barcelona, 1814-1894). Ruinas. 1865. Óleo sobre lienzo. 102 × 155,5 cm / Ramon Martí i Alsina (Barcelona, 1826-1894). Ruinas del Palacio. 1859. Óleo sobre lienzo. 70,5 × 123,5 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

A diferencia de épocas anteriores, en las que la mirada se centró en la representación de las arquitecturas clásicas, motivada por el peso de la tradición y la conversión de Italia en el lugar de peregrinación de los viajeros del Grand Tour, ávidos por conocer la magnitud del legado patrimonial clásico, los artistas catalanes del xix dirigieron su observación a una realidad mucho más cercana y convirtieron la ruina medieval en un signo de identidad de su esfuerzo por recuperar los vestigios de un patrimonio monumental que se encontraba disperso por la geografía catalana.

El misterio y la fantasía

Conclusivamente, el último ámbito de El latido de la naturaleza tiene el misterio y la fantasía como protagonistas. La irradiación de las ideas de la Ilustración contribuyó a percibir a la naturaleza como una concatenación de fenómenos naturales insertados en una relación de causalidad universal que les daba una explicación racional. Junto a esa visión positivista, fundamentada en leyes naturales, muchos artistas exploraron las posibilidades artísticas, de tipo misterioso, que les ofrecía un entorno natural que se resistía a renunciar a su condición evolutiva. En las obras de muchos de ellos, la naturaleza fue interpretada no en clave fenoménica, sino como el detonante de experiencias más vivenciales, dominadas por la imaginación y la fantasía, con el ánimo de recuperar la unidad entre el hombre y la naturaleza que la razón había escindido. Entre los artistas con representación, la figura de Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) sobresale como la más capaz a la hora de definir atmósferas que evoquen estos factores.

Eugenio Lucas Velázquez (Madrid, 1817-1870). Capricho. Hacia 1860. Tinta y acuarela sobre cartulina. 50 × 40 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

Pese a la evidente evocación de la obra de Goya, Lucas, en su faceta de dibujante, fue capaz de crear un lenguaje autónomo con grandes dosis de originalidad surgidas de la experimentación y del uso de la técnica de manchas aleatorias, muy representativa de una fórmula habitual en la época, que se caracterizaba por jugar con el factor del azar y diseminar la materia pictórica sobre el papel. En cualquier caso, la fuerza expresiva del lenguaje desarrollado por el madrileño se caracteriza por la presencia de elementos desdibujados, ambiguamente situados entre la figuración y la abstracción.

Eugenio Lucas Velázquez (Madrid, 1817-1870). Paisaje. Hacia 1860. Aguada sobre papel. 40 × 50 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

Concretamente, en el caso de los paisajes, se convierte en un reto para el espectador determinar con precisión la exactitud del perfil de las montañas o del horizonte marino. Las masas formadas a partir de manchas crean un espacio dinámico y esquivo, ajeno a la sólida quietud del instante definido.

El último artista para destacar en este ámbito es Antoni Fabrés. Sus obras nocturnas nos introducen en espacios amenazantes y desconocidos. A pesar de esta aparente sobriedad, el graciense también se permite ironizar con la fijación romántica hacia algún elemento desconocido. Así lo pone de manifiesto la explícita referencia al gusto por el carácter fúnebre, presente en la obra Cementerio.

Yendo más allá, Fabrés caricaturizó el llamado mal de Werther, es decir, la fascinación surgida durante el Romanticismo por el suicidio, siguiendo, entre otros, el ejemplo de Las penas del joven Werther, de Goethe, que en muchas ocasiones acababa derivando en la materialización del fatal desenlace

Antoni Fabrés (Barcelona, 1854 – Roma, 1938). Le lac de la mort. Hacia 1900. Carboncillo y clarión barnizado sobre papel. 80 × 60 cm. Museu Nacional d’Art de Catalunya

Así pues, de forma similar a la icónica obra Sátira del suicidio romántico, de Leonardo Alenza (1807-1845), Le lac de la mort, de Fabrés, ridiculiza esta fijación desde el ideario romántico hacia la propia muerte buscada. El pintor revisita algunos de los tradicionales tópicos visuales románticos y, bajo la criba de la ironía, desvirtúa su carga emocional y los transforma en ejercicios metapictóricos en los que sobresalen un talento innato y un dominio técnico de un gran virtuosismo, en el que se observa la presencia de una capa de barniz que prefigura los famosos dibujos fritos de Nonell. En su caso, como en el de otros autores, como Baldomer Galofre, otro de los autores que ha representado un auténtico redescubrimiento, intuimos el contacto con la fotografía, una más que probable utilización de esta técnica reproductiva con una función de auxilio o de recurso instrumental que se dejaría sentir en muchas de sus producciones italianas, quién sabe si realizadas al amparo de su taller romano.

Más allá de esta pretendida causticidad, lo cierto es que el trabajo de Fabrés presenta aquí un lenguaje tan virtuoso como ambiguo, partiendo de una óptica personal que nos describe paisajes atemporales. Estos últimos mantienen cierta irrealidad indefinida cercana al terreno de las insinuaciones. De hecho, la naturaleza, entendida como la totalidad de lo real, solo puede ser conocida y representada parcialmente. Así pues, el hombre sabe que el entorno en el que se encuentra supera sus capacidades, su temporalidad mortal y su entendimiento. Frente a esta verdad irrefutable, la pulsión artística se aferra desesperadamente al fútil intento de captar el latido de la naturaleza.

Para saber más:

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Historiador de l'Art

Francesc Quílez and Aleix Roig

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