Eduard Vallès
Si hay un artista catalán que nos evoca la pintura de la luz como pocos, este es Joaquim Mir (Barcelona 1973-40). Por ejemplo, los paisajes sublimados al límite de lo onírico de las costas de Mallorca, o el sol implacable sobre los paisajes tarraconenses, incorporan unos valores plásticos que trasladan la pintura a un elevado nivel de percepción sensorial.
Todos estos paisajes o similares, que los humanos podemos conocer como experiencia vivida, pocos los han pintado tan fiel a los sentidos, pero paradójicamente tan lejos de la estricta realidad, como lo ha hecho Joaquim Mir. Este texto no trata a Mir como creador propiamente dicho -que también- sino como objeto de atención, y de representación, por parte de Picasso durante aproximadamente un lustro.
Un cruce en el cambio de siglo
Es poco conocido que Picasso le realizó más de una decena de retratos que revelan hasta qué punto seguía su obra y, de rebote, como de enterado estaba de la evolución del arte catalán de su tiempo. Un arte catalán que Picasso tuvo la suerte de vivir en uno de los momentos más luminosos de su historia, cuando estaba irrumpiendo con vigor quien ha sido, posiblemente, el mayor paisajista que nunca ha dado el arte catalán, y uno de los mejores del arte europeo de su tiempo.
Paradójicamente, los grandes artistas catalanes coetáneos, Mir fue de los pocos que no hizo el viaje a París, pero, como paisajista, resultó el más moderno y singular de todos para la adopción de unos códigos visuales, sobre todo a partir de la estancia en Mallorca, que lo situarán en el panteón de los grandes paisajistas. Desde muy pronto llevó una carrera de lo más sólida con un lenguaje absolutamente personal como paisajista, transitando por fases perfectamente delimitadas, por evoluciones estilísticas y por espacios geográficos (Barcelona, Mallorca, Camp de Tarragona, Vilanova y la Geltrú, etc …), con la legendaria reclusión de un par de años en el Instituto Psiquiátrico Pere Mata de Reus.
Durante los inicios de su carrera artística, Mir se cruzó con un joven Picasso cuando el primero ya tenía un cierto prestigio y el segundo no era más que un desconocido estudiante de Bellas Artes recién llegado de La Coruña, que apenas se dejaba ver por Barcelona. Ambos coincidieron -aunque los dos iban y volvían de la ciudad-, entre los años 1895 y 1904. Durante este periodo, Picasso le realizó más de una decena de retratos, aunque en este texto sólo citaremos los más relevantes, por calidad y por discurso subyacente.
De su relación personal tenemos muy poca información y no queda claro cuáles habrían sido los términos de la misma. Pero lo cierto es que ambos se encontraban en estratos diferentes, vitales y, por supuesto, de prestigio. Mir, ocho años mayor que Picasso, estaba iniciando una carrera importante e integraba la vanguardia catalana del momento, mientras el segundo aún pintaba escenas costumbristas y religiosas con un profesor de Llotja -o incluso su padre─ corrigiéndolo detrás suyo.
La relación de Picasso con Mir -como con tantos otros artistas catalanes- nos ayuda a explicar, pero sobre todo a redefinir, el papel del arte catalán sobre Picasso, a menudo agitado o minorado por expertos internacionales, que muchas veces desconocen la influencia del contexto artístico catalán en la génesis de Picasso.
Mir visto por Picasso
Analizando los retratos que Picasso hizo de Mir, nos hablan de un repertorio iconográfico sorprendente, resultado de un seguimiento bastante intenso: En primer lugar, por el número de retratos, que convertiría Picasso en uno de los artistas que más retrató Mir, aunque el relativo poco contacto que tuvieran. El caso de los retratos de Mir es interesante porque se extienden en una horquilla de 5-6 años, y en tres períodos diferentes: La mayoría datan del binomio 1899 hasta 1900; al menos un retrato es de 1903 y un retrato final fechado en 1905, realizado en París cuando ambos artistas ya no tenían contacto.
En segundo lugar, y más importante, destaca la lectura iconológica de algunos de estos retratos, una lectura que nos confirma como un agudo Picasso tenía siempre las antenas conectadas y sabía leer en tiempo real el momento que estaba viviendo dentro del arte catalán. Antes de entrar en los retratos, un indicador del seguimiento que hizo de Mir lo detectamos cuando Picasso imita -literalmente- su firma (“J.Mir»), como por ejemplo en el dibujo Autorretrato al claroscuro, y otros croquis donde vemos firmas de Casas y de Joaquim Mir. No es un caso aislado, Picasso lo hizo también con otros artistas como Casas, Rusiñol o Steinlen, por ejemplo. Una de las firmas de Mir pasa casi desapercibida en medio de un dibujo donde Picasso ensaya compulsivamente -y con bastante acierto- la firma de Casas, así como el personaje femenino de la célebre cabecera de Casas para la revista Pèl i Ploma.
Como era costumbre en Picasso, cuando retrataba a alguien solía fijar un arquetipo que replicaba, más o menos modulado o evolucionado, en retratos sucesivos. Si repasamos los retratos, veremos que se ha cumplido una norma habitual en Picasso: Retratar a un mismo modelo a partir del máximo de técnicas posibles. En el caso de Mir veremos retratos a tinta, a la acuarela, a lápiz, lápices de color, a la aguada, etc. En realidad, era una manera de muscularse a partir de las técnicas más variadas, una práctica muy habitual que realizó durante toda su carrera, a menudo a partir de una misma obra.
Dentro de la galería iconográfica de Mir, a grandes rasgos, detectamos dos líneas de retratos muy definidas: Los retratos del rostro de perfil, y los retratos de pie caminando.
Una efígie singular
Respecto a los primeros, Picasso se fijó en el rostro asilvestrado de Mir, con aquella barba selvática que le confería una imagen de lo más salvaje. Estos son, sin duda, los retratos más acabados y exitosos, donde Picasso muestra casi siempre el mismo perfil, el izquierdo. Uno de los retratos, a tinta y acuarela, se encuentra en el Museu Picasso de Barcelona, y otro fue subastado por Sotheby ‘s en 2012.
Un tercero es probablemente anterior a estos dos, dado que aún está firmado «P.Ruiz Picasso» e integra actualmente las colecciones del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
Este último retrato es una de las pocas ilustraciones que Picasso realizó para la revista Pèl i Ploma, y salió publicado en el número 81, octubre de 1901. A pesar de que el retrato fue publicado aquel 1901, en realidad es anterior y dataría del año anterior, la época en que Picasso comenzaba a frecuentar Els 4Gats.
Como curiosidad, en este mismo número de Pèl&Ploma fue publicado el retrato que Casas hizo de Joaquim Mir, este del perfil derecho, actualmente en el Museu Nacional.
Picasso y Casas, al margen de compartir espacio en la revista, retratan a Mir de perfil e inciden en su rostro rudo, la parte de su fisiología que les resultaba más plástica. Hay que recordar que una gran mayoría de los retratos de Casas para su galería iconográfica eran de cuerpo entero, con determinadas excepciones en que sólo retrataba el busto o era de tres cuartos, por ejemplo.
Retratos al plein air
Respecto a la segunda línea de retratos, donde se ve a Mir caminando por espacios abiertos -técnicamente la más floja – se da la paradoja que es la más interesante en cuanto a lectura. Pero, antes de entrar, hay que hacer mención a otro retrato de Mir de perfil -de nuevo el izquierdo- que es una obra de intersección que une ambos grupos de retratos, en el sentido que esconde un doble significado. Es un retrato propiedad de la Fundación Mascort de Torroella de Montgrí, a la aguada, con la anotación manuscrita del artista «El del Sol», encima del perfil de Mir.
Este retrato forma parte de un conjunto más extenso, y está ejecutado sobre una serie de tarjetas comerciales de la tienda de hilados de los hermanos Junyer Vidal de la calle Argenteria de Barcelona, fechados hacia 1903. La mayoría de tarjetas -como esta – fueron firmadas décadas más tarde, pues en su momento no pasaban de ser simples divertimentos, por lo que Picasso no las firmaba. De hecho, retrató a otros personajes en ese mismo soporte, identificando a los retratados con apelativos, apodos o formas hipocorísticas: Por ejemplo, el retrato de Pompeu Gener lo intituló como «Peyo», Pere Romeu como «El Cafetero”, etc. Pero con la mención de Mir, «el del Sol», Picasso no hacía una simple broma, sino que, aunque lúdicamente, nos estaba revelando el papel de Mir como gran pintor de la luz dentro del ecosistema artístico catalán y español.
Hemos calificado este último retrato de bisagra porque los dos retratos más destacados de la segunda serie, caminando por espacios abiertos, muestran a Mir iluminado por un enorme sol que mira al artista con cara de enojo.
Mir lleva en una mano la caja de pinturas y, en la otra, un cuadro donde se ve su firma, nuevamente copiada bastante fielmente. A su lado, un perro lo acompaña con dos botes de pintura en la boca, en uno de los cuales se puede leer cadmium, en referencia a esta variante tan vibrante del color amarillo. Estos dos dibujos, probablemente uno esbozo del otro, datan de hacia el año 1900, y evidencian cómo Picasso seguía muy de cerca la obra de Joaquim Mir, un pintor que solía trabajar al plein air. Cuando Picasso dibujó «El del Sol» hacía, por lo menos, unos siete años que probablemente Picasso conocía la obra de Mir, precisamente cuando formaba parte de la Colla del Safrà, un nombre que procedía de los cromatismos amarillentos de las pinturas de aquel heterogéneo grupo de artistas.
La Exposición de Bellas Artes de 1896, un punto de encuentro
El conocimiento de la obra de Mir por parte de Picasso podría haber tenido lugar durante la Exposición Provincial de Bellas Artes de 1896, cuando Mir y Picasso coincidieron exponiendo sus obras. Picasso era la primera vez que se presentaba en público en Barcelona, y lo hizo en el Palacio de Bellas Artes con la conocida La Primera Comunión (1896), una máquina académica convencional, pero con el mérito de haber sido realizada por un joven de sólo catorce años.
Por el contrario, Mir ya era un valor importante y presentó dos obras que se han convertido en emblemáticas dentro de su producción temprana: El Huerto del rector y El vendedor de naranjas, ambas de 1896.
La segunda muestra una imagen a pleno sol, con unos amarillos de lo más intensos, que inundan el edificio del fondo de la composición, la antigua fachada -actualmente desaparecida- de la iglesia de San José Oriol de Santa Coloma de Gramenet. Evidentemente, entonces ambos artistas estaban en posiciones estéticas absolutamente opuestas, pero, curiosamente, ese mismo 1896, Picasso realizaría varias pinturas de paisajes con amarillos también muy estridentes, a contrapelo de su obra más libre, y no digamos de lo que hacía en Llotja. Pero esto requeriría otro artículo.
Con toda seguridad Picasso se paseó por las salas del Palacio de Bellas Artes, especialmente la sala séptima donde exponían artistas como Mir, Nonell o Pichot, una sala que se convirtió en célebre por sus paisajes luminosos, y que fue saludada con grandes elogios por uno de los críticos referenciales del Modernismo, Raimon Casellas. Aquella exposición, y más concretamente aquella sala, fue el punto culminante de la conocida como Colla del Azafrán, que ya tenía un cierto recorrido, al menos desde 1893.
Este grupo de artistas, algunos de los cuales habían abandonado las clases de Llotja, representaban una variante local del impresionismo, que focaliza en paisajes y entornos banales de la gran ciudad, a partir de los efectos de neblina o de pleno sol. Nombres como Mir, Juli Vallmitjana, Isidre Nonell, Joaquim Sunyer o Ramon Pichot, algunos de los «modernos» del momento, serían algunos de los miembros más destacados. De todos ellos, Mir fue el más brillante y longevo como paisajista, de ahí que en 1903 Picasso todavía lo retrataba como «El del Sol».
Durante la primera mitad del año 1901, Picasso realizaría algún paisaje costero que recuerda la obra de Mir, pero, a finales de ese año, empezaría la época azul en París y, a partir de entonces, su obra ya no tendría nada que ver con lo que hacía Mir.
Un último retrato, en París
Tampoco parece que su relación personal hubiera continuado, a pesar de que Picasso se acordó de él en 1905, estando en París, retratando de nuevo a Mir con su salvaje barba. Lo retrató junto al músico Joan Gay y del empresario y coleccionista Alexandre Riera, pero lo más sorprendente es que lo inmortalizó en una perspectiva en escorzo, de abajo hacia arriba, exactamente igual que el dibujo del año 1900 subastado por Sotheby ‘s, antes citado. Por lo tanto, lo retrató nada menos que cinco años más tarde y sin tener el modelo ante sí. Y no sólo hizo un retrato sino dos, uno a lápiz azul y el otro a tinta, a los que una mano ajena añadió la anotación manuscrita «Joaquim Mir peintre catalán».
Desconocemos a santo de qué Picasso volvió a retratar a Mir en París. ¿Quizá por qué recordaba la Barcelona que había dejado hacía sólo un año y donde, entre tantas otras revelaciones, había conocido uno de los mejores y más singulares paisajistas de su tiempo?
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