El profesor y escritor Josep-Francesc Delgado nos cuenta su experiencia como participante en el programa educativo L’art de parlar. Este programa, que el museo desarrolla en colaboración con el Departament d’Educació, se inició el curso pasado de forma experimental. Su objetivo es mejorar la expresión oral de los alumnos de las escuelas de adultos a través del arte, usando técnicas de VTS (Visual Thinking Strategies).
Josep-Francesc Delgado
Hacer de profesor: un trabajo emocionante
Hacer de profesor es una tarea de mucha abnegación y compromiso. El profesor, igual que el médico, a menudo cuenta únicamente con su mente y sus manos para afrontar un montón de problemáticas personales, familiares y sociales de las personas que atiende. Sin embargo, hacer de profesor también te proporciona emociones de una intensidad inigualable. En este artículo voy a explicar dos.
Actualmente estoy haciendo de profesor en una escuela de adultos en el barrio de Bellavista de Les Franqueses del Vallès. Cuando hace unos años celebramos la Navidad, enseñamos a nuestros alumnos senegaleses cómo hacer cagar el tió. Había un alumno que siempre entraba contento a clase, casi bailando. Pesaba ciento diez quilos y medía casi un metro noventa; era una torre. Las órbitas de los ojos, muy blancas, y los dientes de marfil destacaban mucho sobre su piel oscura, pero lo que más destacaba eran sus labios gruesos y sonrientes. Era una sonrisa cálida que te llegaba como cuando se levanta una brisa suave. Esa persona, que siempre entraba contenta porque ya podía mantener a su mujer y sus dos hijos en Senegal, se levantaba cada día a las seis de la mañana e iba a recoger chatarra por Barcelona hasta las cuatro de la tarde. Comía un bocadillo y a las cinco y cuarto ya estaba en clase para aprender catalán. Nunca me atreví a preguntarle dónde dormía, porque la intuición ya me lo descubría. Cuando hicimos cagar el tió solo pidió, con el tono de oración de quien reza en una iglesia, con la voz baja y deseosa que se usa cuando nadie nos ve y expresamos un deseo íntimo profundamente sentido, que el tió le trajera unos papeles para legalizar su situación. Viniendo de una persona tan alegre como él, aquella gravedad todavía impresionaba más por todo el drama que de repente dejaba a la vista. Me parece que él había entendido qué significaba el tió mejor que yo. A finales del curso pasado, su deseo se cumplió y pudo ir a ver a sus familiares, que hacía tres años que no podía visitar por la falta de papeles, y conoció a su hijo pequeño que no había visto antes.
El primer contacto con el método VTS
Este otoño he vuelto a ser espectador de uno de estos momentos. El 30 de junio, en unas jornadas de formación pedagógica que el Departament d’Ensenyament organizó en el CaixaFórum para presentar el programa L’art de parlar, entramos en contacto con una iniciativa didáctica que a mí y a mi compañero nos llamó poderosamente la atención: Visual Thinking Strategies or Using art to deepen learning. La dirección de nuestro centro nos animó a añadirnos. Daban a conocer la existencia de este método Montserrat Morales, psicóloga y educadora, y Esther Fuertes, historiadora del arte que diseña e implementa proyectos de educación del Museu Nacional d’Art de Catalunya, y la coordinaba el profesor de inglés Josep M. Planas desde el Departament d’Esenyament de la Generalitat.
La idea vino de Estados Unidos y el mundo de la museística. En los museos se encontraban que la gente hacía recorridos de horas en cosa de minutos, que no prestaba atención a obras de un interés y de una importancia fuera de dudas, y eso les preocupaba. Como decía mi alumna Dolors, vivimos demasiado deprisa y no nos paramos ni a mirar ni a pensar. Las estrategias de pensamiento visual desarrollan una metodología para mirar un cuadro durante un cuarto de hora y entenderlo a partir de las propias emociones. La gracia de la metodología es que demuestra que todos podemos entender un cuadro bueno si lo miramos con atención, aunque nuestros conocimientos de historia del arte sean nulos.
Incidiendo en las emociones
A mí me interesó porque hace años pude conducir a unos alumnos de tercero de la ESO a la selectividad y, hartos de los resúmenes y análisis de las lecturas, les empecé a preguntar sobre lo que les había emocionado y que hicieran una argumentación partiendo de las propias emociones lectoras. Me encontré con el mismo problema de aceleración: pasaban por las líneas de las páginas demasiado rápido y no sentían lo que leían. Incidiendo en las emociones que nos desvela un texto literario, los alumnos se volvieron buenos lectores y eso mejoró, cuando menos, sus notas de selectividad en el comentario de un artículo, porque su capacidad argumentativa creció más que con la metodología tradicional. De golpe me encontraba con la misma estrategia a partir de la pintura.
El arte como un medio para la práctica de la expresión oral
Llegó el día de comprobar si el método funcionaba y un 20 de noviembre estábamos ante el cuadro La comida del obrero de Francesc Sardà, expuesto en el Museu Nacional d’Art de Catalunya.
Conducía la experiencia mi compañero Lluís Domènech. La llamo experiencia porque creo que es sobre todo esto: una experimentación de la pintura en clave emocional que lleva a una comprensión global. Mis alumnos: Amy, Àngels, Dolors, Arcadio, Verònica, Catalina, Sònia, Rafael, Ramon.., hicieron que me diera cuenta de cosas del cuadro que me habían pasado completamente por alto. Parte de sus reflexiones se centraron en justificar cómo podíamos darnos cuenta de que dos de los tres personajes del cuadro eran más pobres que el tercero.
Entonces intervino Catalina con una emoción muy viva en los ojos y dijo que esas personas le recordaban a su infancia en las barracas del barrio de la Salut en Badalona, porque ese obrero se zampaba la sopa sentado en la acera con un plato de barro y una cuchara de alpaca, y que ella había comido con cucharas así cuando era pequeña, y todavía había visto esas camisas holgadas de los obreros. Todos nos quedamos mudos durante unos segundos, en silencio. De repente, la experiencia estética del cuadro (está muy bien pintado) se volvió una vivencia real y carnal: alguien se había puesto en la boca una cuchara como aquella que los más jóvenes del grupo nunca habían visto. Era como si la tela pasara a tener vida propia y estuviéramos a punto de oír un sorbo de ese trabajador con ganas de comer.
El museo, un espacio para dialogar sobre el pasado con los ojos del presente
Estábamos en un museo que tiene muy buena presencia, una de las mejores herencias artísticas de estos cien años, del que todos podemos disfrutar y, en un instante, había aparecido con toda la fuerza de un testigo la vida más dura de Barcelona, la de las barracas de los años cincuenta del siglo XX. La propia Catalina nos explicó que no estábamos muy lejos de las barracas de Montjuïc, actualmente una zona verde.
Cuando volvía a casa en el tren no podía dejar de pensar cómo debía ser Catalina de pequeña. Este país se ha hecho con el trabajo silencioso y abnegado de mucha gente como la de La comida del obrero que pintó Francesc Sardà y como Catalina, y debajo de los mármoles relucientes que ahora vemos hay mucho trabajo de quien ha vivido entre el barro cocido del plato y muchas cucharas de alpaca de quien ha ido puliendo los mármoles con todo su esfuerzo. Había oscurecido y el tren avanzaba. Casi podía ver a Catalina corriendo entre las barracas mientras su madre ponía la mesa con una de esas cucharas que había tomado vida desde el cuadro, y Catalina corría como aquellos ciclistas que cargan una dinamo a golpe de pedal para iluminar la noche en la carretera. Entonces ella no lo sabía porque era demasiado pequeña, pero corriendo por el barrio de la Salut también cargaba la dinamo de un país: lo construía.
Este artículo ha sido publicado en el diario El 9Nou a quien agradecemos mucho su colaboración.
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