Alícia Cornet
La mayoría de nosotros relacionamos la fotografía post mortem con una costumbre de otras culturas, de otros países. Lo percibimos como una práctica lejana, que se realizaba fuera de nuestras fronteras. Nada más lejos de la realidad, nuestros fotógrafos también realizaban este tipo de retratos. Si bien es cierto que la fotografía de difuntos se inició en Inglaterra durante la época victoriana, dicha práctica se fue extendiendo por toda Europa y América a lo largo del siglo XIX. En Barcelona, los fotógrafos más relevantes del momento, como son los Napoleón, Rafael Areñas, Antoni Esplugas, Manuel Moliné, Rafael Albareda y Joan Martí Centellas, realizaron fotografías post mortem.
Queremos dar a conocer esta práctica con un objetivo prioritario: conseguir que el lector deje de ver las fotografías de difuntos como el resultado de un acto morboso y macabro, y las vea como lo que realmente eran: un acto de amor y de afecto.
La razón de ser del retrato post mortem
En la actualidad, nos resulta complicado entender el motivo por el que alguien pudiera encargar el retrato de un familiar muerto y lo colocara en su habitación o, junto a otros retratos en el álbum fotográfico. Hoy en día sería impensable encontrar, dentro de nuestros álbumes, la fotografía de un familiar difunto junto a nuestros recuerdos más importantes, como la boda, el nacimiento de los hijos y los cumpleaños. ¿Qué llevaba a las personas del siglo XIX a encargar este tipo de imágenes? Para entenderlo, nos tendremos que trasladar en el tiempo.
En el siglo XIX, la muerte no era un tema tabú, como lo es ahora, sino una cuestión bastante más visible y cercana. Tengamos en cuenta que la tasa de mortalidad infantil era muy alta y la esperanza de vida mucho más corta. Las personas morían y se velaban en casa, rodeadas de sus familiares y amigos —los tanatorios no existían, el primer tanatorio en territorio español se inauguró en 1975 en Irache, Pamplona— y, una vez enterradas nada permitía recordarlas físicamente. Con el paso del tiempo, el rostro de la persona amada se olvidaba y, justamente por este motivo, para no olvidar, nació el retrato post mortem.
Es cierto que el miedo al olvido y la representación de difuntos no es un hecho exclusivo del siglo XIX, tenemos representaciones mortuorias en escultura y pintura a lo largo de la historia, pero será en este siglo cuando se producirán una serie de transformaciones importantes en torno al concepto de familia, de la valoración de la infancia y del tratamiento de la muerte, que propiciarán la proliferación de este tipo de representaciones. También será en el XIX cuando, a consecuencia del cambio en la forma de afrontar la muerte y los rituales funerarios, las representaciones de difuntos ocuparán un lugar privilegiado en las habitaciones de los particulares y dejarán de mostrarse exclusivamente en el interior de iglesias y cementerios, como ocurría en épocas anteriores.
La familia real española contribuyó a la difusión de este tipo de manifestaciones con el encargo de los retratos mortuorios de sus hijos. El 12 de enero de 1850, Isabel II dio a luz a un niño muerto, asfixiado. Ante este hecho, la familia real dejó de lado el protocolo y mostró abiertamente sus sentimientos. Encargó a Federico de Madrazo dos retratos del hijo fallecido. Cuatro años más tarde, moría la infanta María Cristina con sólo 3 días de vida. La reina y su esposo, Francisco de Asís, encargaron una máscara mortuoria de cera de la niña al escultor José Piquer que, años más tarde, le sirvió para realizar dos esculturas de la infanta y a Madrazo para realizar dos retratos.
El museo conserva una producción importante de retratos mortuorios, como por ejemplo El niño Josep Maria Brusi en su lecho de muerte, pintado por Antonio Caba en 1882, La señorita Riquer muerta, realizado por Alexandre de Riquer Inglada en 1887, y las máscaras mortuorias que elaboró el escultor Jerónimo Suñol del pintor Mariano Fortuny, entre otros.
El más conocido es el retrato de La señorita del Castillo en su lecho de muerte, pintado por Mariano Fortuny hacia 1871. Era la hija del propietario de la fonda de Los Siete Suelos de Granada, donde Fortuny y su familia se alojaron durante una parte de su estancia en esa ciudad. El propietario no tenía ningún retrato de su hija en vida y pidió al artista que realizara un apunte a lápiz de la difunta. El resultado, sin embargo, fue un óleo de la joven dentro de su féretro.
Hasta la segunda mitad del siglo XIX, hacerse un retrato —escultórico, pictórico o fotográfico— era caro y, por tanto, exclusivo de una clientela acomodada. El precio elevado era uno de los motivos por el que la mayoría de las familias no tenían ninguna imagen del familiar en vida. Y el retrato post mortem sería la única imagen que la familia conservaría para recordar al familiar. Debemos pensar también que muchos de los que se conservan son de niños, lo que daría aún más sentido al encargo de este tipo de manifestaciones. Tener este tipo de imagen daba consuelo a los padres y los ayudaba a pasar el duelo, tal como podemos leer en un artículo publicado en la revista La Fotografía en diciembre de 1904: “El retrato del hijo muerto es el recuerdo único que atenúa el dolor de los padres que le perdieron, y que, gracias al retrato, se hacen la ilusión de que le siguen viendo: el retrato del objeto de nuestro amor, recibe, a veces, tantos besos como nuestro amor mismo.” O en otra reseña titulada “Conveniencia de tener retratada a toda la familia” publicada en el mismo número de la revista, donde se explicaba el desconsuelo de un banquero de inmensa fortuna, al ver que no tenía ningún retrato de su hija de 15 años que acababa de morir.
La fotografía de difuntos: tres formas diferentes de retratarlos
Con el daguerrotipo aparecen los primeros retratos fotográficos de difuntos, pero su alto coste hacía que solo pudieran retratarse una minoría adinerada. Con las innovaciones introducidas en el proceso fotográfico durante la década de los cincuenta —el colodión húmedo, el formato tarjeta de visita y el papel albuminado— los costes del retrato fotográfico disminuyeron considerablemente y, en general, aumentó la demanda. La producción de fotografías post mortem también se incrementó, pasando a ser una ocupación habitual de la mayoría de los talleres fotográficos de la segunda mitad del siglo XIX.
El retrato de un difunto era más caro que un retrato común y representaba un sacrificio económico para algunas familias. El fotógrafo debía trasladarse con todo su equipo al domicilio del difunto y resolver los problemas de luz y espacio que allí le esperaban. Además, a pesar de que era la familia la que lavaba y vestía al difunto, era el fotógrafo el encargado de maquillarlo y prepararlo para ser fotografiado, y ello, en muchos casos, era una tarea compleja y desagradable, sobre todo cuando el encargo era fotografiar al difunto como si estuviera vivo. Existen diversos relatos de época que hablan de ello. J. F. Vázquez nos menciona dos que son representativos.
- El escrito de A. A. Eugène Disdéri en el año 1855: “Hemos realizado una multitud de retratos post mortem; pero debemos confesar francamente que no lo hacemos sin repugnancia.”
- Y el del fotógrafo francés Nadar: “Si hay un penoso deber en la fotografía profesional, es la obligada sumisión a estos llamamientos funerarios.”
Durante un tiempo, el difunto se podía trasladar al estudio del fotógrafo, sobre todo si el fallecido era un niño, pero lo más frecuente era que fuera el fotógrafo quien se trasladara al domicilio. Sin embargo, a principios del siglo XX, se promulgó una ley que, por razones sanitarias, prohibía trasladar el cadáver al estudio, fuera cual fuera la edad del difunto.
A grandes rasgos, encontramos tres tipologías de retratos post mortem según la manera en que se retrataba al difunto:
Como si estuviera vivo, con los ojos abiertos y acompañado de sus familiares. En esta primera tipología, predominante entre la década de los cuarenta y cincuenta del siglo XIX, el muerto se acostumbraba a situar en el centro de la composición, rodeado de sus familiares o amigos. Estas serían las fotografías más complicadas para el fotógrafo que tenía que mantener el cadáver de pie o sentado, con la ayuda de unos utensilios específicos, y con los ojos abiertos o que pareciera que así los tenía, pintándolos sobre los párpados en la fotografía. El retoque a mano de la copia les ayudaba, en algunos casos, a conseguir la apariencia deseada.
Simulando dormir. Esta era la tipología más suave y la más elegida para fotografiar niños y bebés que normalmente los fotógrafos situaban sobre un sofá o en brazos de uno de los padres. Fue el tipo de representación predominante entre los años sesenta y ochenta del siglo XIX y de la que nos ha llegado más producción.
Muerte en su cama sin disimular el estado del retratado. Esta tipología es la más frecuente a finales del siglo XIX y principios del XX y, a diferencia de las dos anteriores, significaría una clara aceptación de la muerte. En muchos de estos casos, se ponían flores acompañando al difunto, como podemos ver en este retrato del hijo del fotógrafo Rafael Areñas Tona y Margarita Quintana, que murió a los pocos días de nacer.
Hacia finales de siglo, la cama será sustituida, en muchos casos, por el ataúd como vemos en la fotografía del escritor Víctor Balaguer en 1901, que se conserva en el archivo del museo.
A principios del siglo XX, las fotografías post mortem continuaban realizándose, pero la Primera Guerra Mundial contribuyó a disminuir su producción. Las guerras en general provocaron un nuevo cambio en la manera de afrontar la muerte y en los rituales funerarios. El fotoperiodismo difundió imágenes muy duras de las guerras y la sociedad quiso alejarse de los horrores vividos y de todo lo que rodeaba a la muerte.
Hoy en día, vivimos en el mundo de la imagen, donde la fotografía post mortem no tendría ninguna razón de ser. Disponemos de numerosas fotografías y vídeos que nos permitirán recordar a la persona amada cuando ya no esté. Pero hay un caso en el que la tradición victoriana sí tendría significado: la pérdida perinatal. Cuando un bebé nace muerto o muere al poco tiempo de nacer, los padres no tienen ninguna fotografía que les permita recordarlo físicamente y que les ayude a pasar el duelo. Con el fin de reconfortar a estas familias, se han creado varias ONG y webs que presentan proyectos fotográficos post mortem.
En los Estados Unidos la ONG Now I lay me down to sleep organiza desde 2005, sesiones fotográficas gratuitas en las que los padres posan con sus bebés difuntos. El servicio que realiza ha sido tan bien acogido por parte de las familias que la ONG ya está presente en más de cuarenta países del mundo y trabaja con más de 1.700 fotógrafos voluntarios.
En Barcelona, la fotógrafa y psicóloga Norma Grau ha creado el proyecto StillBirth dedicado a las familias que han sufrido la pérdida de un hijo. A través de sus fotografías, Grau las acompaña en su duelo. El gran consuelo que reciben los padres con las imágenes se evidencia con la larga lista de espera que tiene la fotógrafa.
Han pasado casi dos siglos desde las primeras fotografías post mortem, pero, como podemos ver, la motivación que llevó a nuestros antepasados del siglo XIX a encargarlas es, en esencia, la misma que en el siglo XXI: el miedo a olvidar.
Enlaces relacionados
Historia de la infancia y retratos post-mortem, José María Borrás. Hispania. Revista Española de Historia, 2010. (PDF, 11,9 MB)
La imagen de la muerte infantil en el siglo XX, Andrea Fernández. Cuartas Jornadas Imagen, Cultura y Tecnología, 2005. (PDF. 381KB)
La representación social de la muerte a través de la fotografía, Emilio Luis Lara (PDF. 6,74MB)
La fotografía postmortem y su papel en la evocación del recuerdo y la memoria, Sara González, Xavier Motilla. (PDF)
Retratos para la eternidad, Patricia Gosálvez. El País, 2009
Fotografiar la muerte, Andrea L. Cuarterolo
Imágenes de muerte. Representaciones fotográficas de la muerte ritualizada, exposición en el Museu Valencià d’Etnologia, hasta junio 2018
Documentació
3 Comments
Interesante articulo que te hace cambiar de inmediato la predisposición hacia este tipo de retratos
Muchas gracias por tu comentario. Me alegra que mi artículo haya contribuido a variar tu opinión sobre esta tipología de retratos
Extraordinario trabajo. Claro, muy bien documentado y necesario. Magnífica aportación histórica. Enhorabuena a la autora.