El artista y comisario Francesc Torres ha removido durante dos años las reservas del museo para extraer de ellas obras de arte censuradas, mutiladas, escondidas por cuestiones políticas o destrozadas por múltiples razones y las ha presentado, en un desorden aparente, en la exposición La caja entrópica. El museo de objetos perdidos. Este artículo se ha elaborado a partir de los textos extraídos del comisario y de su propia experiencia.
Francesc Torres
Bienvenidos al caos en la Casa del Orden. Cuando me llamaron desde el Museu Nacional para proponerme este proyecto pensé que la mejor manera de explicar el mundo es hablar siempre de otra cosa, así que cogí el museo con las manos y como en la película de Buster Keaton, bajé rodando por la escalera. La caja entrópica.
El museo de objetos perdidos es el resultado de ese traspié imaginario a medio camino entre el comisariado y la obra de arte. No he realizado ninguna de las obras expuestas, las he escogido como lo haría un comisario para explicar, proponer una tesis y narrar una historia. Al mismo tiempo, he utilizado esas mismas obras como objets trouvées, como materia prima para elaborar una instalación multimedia, interactiva a la manera “antigua” –no existe arte que no sea interactivo desde Altamira, dicho sea de paso– de forma que no se puede discernir en ningún momento, donde empieza una cosa y se acaba la otra.
He abordado este proyecto como una obra propia, exponencialmente mayor que cualquier otra ya realizada. He examinado toda la colección del museo, pero he favorecido narrativamente a las obras del siglo XIX y XX.
Si las ciudades son el cementerio de su propio pasado, lo mismo puede decirse de los museos. Todo lo que se conserva en ellos es la reconstrucción fragmentada de la historia material de la especie humana. Importa poco que las piezas del puzle estén intactas o fragmentadas ya que cumplen la misma función. El museo preserva, narra y explica a partir de una descontextualización masiva de los objetos de su colección (no están donde se encontraron), lo que constituye una contradicción de términos radical que es, precisamente lo que le da capacidad de interpretar situándolo en un terreno único entre la metodología científica y literaria, donde la primera es la que ancla y explica, y la segunda es la que propone, sugiere y revela.
Ahora sí, acompañadme a la sala.
El museo de objetos perdidos
Nos recibe el accidente en estado puro, un Aston Martin DBS siniestrado ejemplifica el accidente programado en toda máquina, como el derrumbe está en el ADN de todo edificio o la muerte en todo organismo vivo.
La aparición de san Francisco de Asís de Zurbarán, la talla de un Cristo gótico, relicarios barrocos tal y como se guardan en las reservas del museo. El sacrificio que todo accidente lleva implícito y las lamentaciones posteriores, así como la recuperación de los restos, llega a través de los objetos que acompañan la escena.
El problema judío
Nos encontramos con Retablo de los santos Juanes de Bernat Martorell del siglo XV. La particularidad de este retablo con relación a la exposición es múltiple. Por una parte, se evidencia su fragmentación: la tabla central se conserva en el Museu Diocesà de Tarragona, la tabla lateral en el Musée Rolin d’Autun en Francia y una tercera tabla en paradero desconocido hasta hace bien poco. Para acentuar la deslocalización, no he pedido las tablas que nos faltan a los museos que las conservan, he decidido poner en su lugar reproducciones fotográficas a tamaño natural en blanco y negro.
El vacío de la tabla desaparecida lo ocupa un espejo que incorpora al espectador en el retablo –sin espectador no hay arte, ni diálogo, ni juego–. La segunda particularidad es que en la parte más baja del retablo aparecen unos personajes judíos con la cara rayada. Esta vandalización de la época tiene el contrapunto histórico del ejemplar del libro El judío internacional de Henry Ford, profundamente admirado por Hitler, uno de los pocos personajes mencionado en Mein Kampf.
La pintura y el fuego
Lo primero que vi durante la primera visita a las reservas del museo, fueron las nueve pinturas de Sert, procedentes de la catedral de Vic, quemadas y vandalizadas por milicianos al principio de la Guerra Civil española (preciosas, por cierto, después de la tortura).
Estas pinturas dialogan con una obra de Joan Miró también quemada, pero en este caso por el propio artista, el resultado deliberado de un proceso creativo. El arte moderno lleva en su ADN la destrucción sin precedentes del siglo XX, a veces incluso apriorísticamente. No se puede quemar deliberadamente una obra para que lo sea, sin tener presentes los bombardeos de Dresde o Hiroshima en el archivo subconsciente que compartimos.
El estropicio de la ira
El retrato del hermano de Napoleón fue rasgado poco después de la Guerra de la Independencia, en fecha de 1893 ya se encuentra restaurado. Dado el buen resultado de la restauración y que en el anverso no muestra casi rastros del ataque, lo expongo acompañado del poco material existente que documenta esta historia, que me ha parecido interesante mostrar para acentuar justamente una de las funciones clave del museo: rescatar obras destrozadas y devolverlas a un estado razonable de conservación y exposición.
Como el busto de la reina Isabel II, inicialmente instalado en el Teatre del Liceu y asaltado por la ciudadanía, que lo sacó a las Ramblas y lo arrojó al mar. Fue encontrado al cabo de un tiempo durante las obras de modernización del puerto y conservado, sin restaurar, desde entonces. En sentido estricto, no hay ninguna obra de arte en ningún lugar del mundo que esté “perfecta” en el sentido literal de la palabra, lo importante e interesante es el punto en el que una obra se considera íntegra o deja de estarlo, algo siempre abierto a debate.
Feminicidios (por arte interpuesto)
Durante la celebración del Congreso Eucarístico de Barcelona, en 1952, el primer acontecimiento internacional del franquismo, el Museu d’Art Modern de Barcelona sufrió un ataque vandálico que sigue sin ser resuelto. Alguien entró de noche en el museo y rasgó todos los desnudos femeninos expuestos.
En la exposición, las pinturas restauradas están montadas sobre una placa gruesa de metacrilato que permite ver la extensión del daño en la parte posterior de la tela.
Las que no están restauradas, las ha colgado de la forma tradicional en la pared, son las más impresionantes. ¿El contrapunto? Una pequeña reproducción de La Venus del Espejo de Velázquez en la National Gallery de Londres después de ser atacada, a principios del siglo XX, por la sufragista Mary Richardson. Por último, todo queda complementado con una secuencia de cuatro fotografías en caja de luz que muestran a Lucio Fontana en el momento de rasgar una de sus obras. Todo un espectro ideológico del ataque a la figura de la mujer que va del reaccionarismo católico al sufragismo progresista del siglo pasado. Si ni la fotografía es objetiva registrando el presente, ¿cómo lo sería la reconstrucción del pasado a base de papeles fragmentados y objetos rotos?
La casa revuelta
La Casa Serra es un edificio del siglo XVIII que ya no existe. Estaba situada en el número 22 de la Riera de Sant Joan, una calle también desaparecida poco después de 1913 al abrirse la Via Laietana para conectar el Eixample con el puerto y solucionar el problema de congestión demográfica y falta de higiene de la zona. Picasso pintó la calle desde el balcón de su estudio, que tampoco existe.
Estas pinturas que muestran la “Historia de Roma”, obra de Francesc Pla, el Vigatà, decoraban una de las salas de la Casa Serra. Antes del derribo, se trasladaron a la nueva casa familiar en la Bonanova. A partir de aquí, los paneles siguieron un largo periplo: se cedieron al Ayuntamiento de Barcelona para la Exposición Internacional de 1929, después se depositaron en el Museu d’Història de la Ciutat, de allí se trasladaron al Poble Espanyol para recalar finalmente en el Museu d’Art de Catalunya en 1962. Este ajetreado viaje acaba con un aterrizaje cabeza abajo en la exposición. El techo está en el suelo y las paredes al revés. ¿O quizás son los espectadores los que están cabeza abajo? En Cataluña, como sabéis, todo lo está. Es una forma de visualizar los tumbos que da la historia y de enfatizar indirectamente el milagro de la conservación de lo que queda después del accidente (¿de coche? ¡Ah, la modernidad!).
Poner puertas en/a la calle
¡Las puertas de Gaudí en la calle! La Casa Batlló sufrió numerosas remodelaciones antes de ser declarada Monumento Histórico Artístico Nacional en 1969. La más importante fue la realizada en 1957 para acomodar la compañía de Seguros Iberia. En un momento en que Gaudí interesaba muy poco, se retiraron un buen número de puertas y armarios de la casa. Joan Ainaud de Lasarte, director de los Museos de Arte durante casi cuarenta años, las vio en la acera al pasar con su coche y llamó al Ayuntamiento para que las recogiese.
En 1986 ingresaron en la colección del Museu Nacional. Esta rocambolesca historia es un ejemplo de los avatares a los que están sujetos los sedimentos culturales y patrimoniales, así como de la importancia de personas clave con el instinto activo. También deja clara la tarea ingente de los museos como garantes del patrimonio cultural de la sociedad a la que sirven. Donde no hay museos no hay historia, no hay memoria, no hay paradigma de excelencia, no hay conciencia ciudadana. Los problemas que se producen en un museo no son sistémicos, son problemas de falta de claridad intelectual.
El rey vestido en pintura
A veces hay trazas inefables del espíritu de una época y de la cultura de un país justamente en lo que se prefiere no ver. El Museu Nacional posee una cantidad significativa de retratos del rey Alfonso XIII muy variados en cuanto a calidad y conservación. Me ha parecido necesario exponerlos todos sin distinción y relacionarlos con la pintura de Carmen Bastián de Fortuny, fragmentos de películas pornográficas financiadas por el rey y producidas por el conde de Romanones y dos imágenes terribles de una serie de postales del Desastre de Annual, de 1921, ocho años antes de la Exposición Internacional, donde murieron unos 13.000 soldados españoles.
Ironías de la historia que un edificio con fecha de caducidad y no particularmente bien construido, como el Palacio Nacional, edificado para albergar la Exposición Internacional de Barcelona en 1929, se haya convertido en receptáculo tutelar del patrimonio artístico de Cataluña.
Topos republicanos
Escondidos a plena luz del día, esta es la inteligente estrategia que se utilizó después de la Guerra Civil para proteger del fascismo el arte del periodo republicano de la colección permanente del Museu d’Art Modern, situado entonces en el Parc de la Ciutadella, y del Museu d’Art de Catalunya, en el Palacio Nacional. En lugar de sacar las obras y llevarlas a un lugar más seguro con riesgo de que las interceptaran las autoridades franquistas, se ocultaron en una dependencia de este edificio. En la sala, parte de las obras expuestas no pueden verse al estar ocultas a plena luz, una frustración buscada como recreación de la anécdota histórica.
Se puede conectar este episodio con lo recientemente sucedido con los museos y restos arqueológicos iraquíes y sirios a manos de combatientes del ISIS. En Oriente Medio casi nada pudo esconderse, aunque la fortuna quiso que algunas esculturas fueran reproducciones de originales, algo que escapó a la percepción de los bárbaros.
Epílogo. El museo de las demoliciones
Llegamos al final del recorrido. “Toda cosificación es un olvido”, escribía Adorno a Benjamin en 1940. Si cogemos esta reflexión al pie de la letra es obvio que toda acumulación de objetos, desde la ciudad a un museo, es un monumento a la amnesia histórica. La exposición se despide con un collage de objetos, herramientas de construcción y de destrucción, sedimentos históricos de la colección del museo y una falsificación de una obra mía de hace cuarenta años: la ciudad construida con naipes, una imagen que conjuga cultura, fragilidad y azar.
Francesc Torres
Artista y comisario de la exposición
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