Francesc Quílez
Ni que decir tiene que, debido a la condición subjetiva que la caracteriza, la recepción estética suele provocar respuestas inesperadas que, muchas veces, alteran nuestras percepciones y prejuicios establecidos. En el caso de la colección del Museu Nacional d’Art de Catalunya existe una pintura, Exposición pública de un cuadro, obra del pintor Joan Ferrer Miró (1850-1931), que pone en entredicho la opinión y el juicio de los especialistas, ya que el entusiasmo que despierta entre el público viene a contradecir el escaso reconocimiento canónico que la obra ha merecido entre los historiadores del arte.
Retrato de Joan Ferrer i Miró, Pere Borrell. Colección privada
Aunque pueda resultar sorprendente, ya que no deja de tratarse de un trabajo de un artista local, y por lo tanto escasamente conocido fuera de Cataluña, se trata de una de las obras más consultadas de la colección de arte moderno en la página web del museo. Este indicador permite cuantificar y valorar la atracción que ejerce la pintura entre el público aficionado.
Sin ánimo de polemizar, en mi caso, sigue causándome perplejidad que una composición, aparentemente tan banal, que desprende un exceso de almibarado sentimentalismo, despierte una respuesta tan empática y haya acabado convirtiéndose en una de las creaciones mejor valoradas de todas cuantas se pueden contemplar en el largo recorrido por las salas de la colección permanente del Museu Nacional.
En las páginas que siguen intentaré desentrañar algunos de los motivos que, a mi juicio, podrían explicar el divorcio existente entre la posición que defiende la opinión pública y la que defiende la opinión crítica. Tal vez, al intentar entender algunos de los motivos y razones de unos y otros, podamos contribuir a reducir el abismo que suele separar a los unos de los otros. Por mucho que nos neguemos a aceptarlo, la realidad es tozuda, suele desmontar las construcciones teóricas más elaboradas y acaba por derrumbar todas las creencias y principios dogmáticos.
Una obra que transmite “muy buen rollo”
Para empezar, redundando en la idea que ya habíamos expresado, no podemos menospreciar un hecho incontestable: la mayoría de espectadores que contemplan la obra tienden a ensalzarla, a considerarla una composición atractiva, digna de elogio y alabanza. En una palabra: es una pintura que suele gustar mucho. Por lo general, suele provocar una reacción emotiva muy positiva, porque es agradable a la vista y, sobre todo, porque transmite, una sensación de calma, sosiego y produce un efecto psicológico muy beneficioso. Es lo que, en términos de lenguaje coloquial, podríamos calificar como una imagen que transmite muy buen rollo. El tema representado no es inquietante, ni es perturbador. Por el contrario, en términos generales, la atmósfera dominante es muy satisfactoria, equilibrada. Se busca el principio de la armonía entre todas las partes, con una puesta en escena que combina la visión panorámica con el gusto por la descripción pormenorizada de los detalles, plasmados con pulcritud y buscando el efecto esteticista, sin incurrir en el exceso cromático, en el embellecimiento artificial o en una tendencia al cultivo de un preciosismo virtuoso desmesurado.
Exposición publica de un cuadro, Joan Ferrer Miró, hacia 1888
Precisamente, creemos que lo que más agradece el observador es la naturalidad que desprende el conjunto, la apariencia. Aunque no deja de ser una sensación engañosa, el hecho de que la representación pictórica refleje la realidad nos aproxima a un modelo en el que la naturaleza, a pesar de haber sido embellecida, aún conserva un aire de autenticidad, de verdad poética en la que el juego de la ficción requiere la aceptación, por parte del espectador, de unas convenciones visuales que, en ningún caso, eclipsan, ni desmerecen, el resultado final. El trampantojo al que nos obliga la imagen pictórica requiere una predisposición, una actitud en la que es necesario dejarnos cautivar por el engaño de la tridimensionalidad espacial y nos obliga a distinguir la actividad reflexiva, la que implica un ejercicio intelectual, de la respuesta más automática, más instintiva, considerada esta última como una pulsión más intuitiva y espontánea.
Este tipo de reacción conlleva la necesidad de sustraerse a la influencia del bagaje visual, de observar las cosas dejando de lado la forma de actuación del pensamiento lógico. En este sentido, mirar reclama de nosotros una actitud desprejuiciada, nos obliga a desprendernos de todas aquellas herramientas formativas, culturales, que limitan el alcance de nuestra visión y no nos dejan ver el mundo con unos ojos más vírgenes, menos contaminados, ya que en nuestra aproximación a las cosas sigue pesando, en demasía, la experiencia preexistente.
En cualquier caso, sería demasiado pretencioso, por nuestra parte, especular sobre las razones por las que una obra, aparentemente tan simple, alejada de los parámetros de sofisticación y complejidad, se haya convertido en una pieza tan relevante del imaginario popular, hasta el punto de constituirse en una de las más icónicas de la colección del Museu Nacional. Como mucho, lo que podemos hacer es un ejercicio imaginativo e intentar descifrar algunas de las claves iconográficas y visuales que, a nuestro juicio, podrían explicar el aura que envuelve la pintura. Este tipo de análisis nos ayudará a entender mejor el contexto en el que fue realizada, a conocer las características estilísticas y formales de la misma, a ponderar sobre el valor y el mérito de sus aportaciones, así como penetrar en los entresijos culturales, la originalidad de un motivo y de una iconografía no demasiado visitada por los pintores catalanes del período.
Sin embargo, hay que remarcar que, por lo general, la valoración positiva del espectador no acostumbra a tener en cuenta ninguno de estos aspectos históricos, ni su juicio aparece condicionado por ninguna de estas características que podríamos denominar metaliterarias, que se encuentran escondidas debajo de la capa de una supuesta superficialidad y simplicidad iconográficas.
La captación de un instante de un mundo en aparente equilibrio, un imán para el espectador
En este sentido, la imagen tiene una alta capacidad de persuasión, evoca un instante, la captación de un momento, en el que la acción de la escena representada aparece congelada. Los protagonistas, actores que ocupan la escena pictórica, han sido captados inmóviles, mientras estaban realizando diferentes ocupaciones. Sin duda, una de las virtudes de la pintura es el poder de imantación que desprende, porque los personajes actúan con naturalidad, sin adoptar posiciones impostadas. Podemos afirmar que han sido sorprendidos mientras deambulan por la calle, realizan actividades cotidianas y viven inmersos en una realidad sin artificios.
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
Para alcanzar este objetivo, el pintor utiliza los recursos visuales con destreza e inteligencia, porque proyecta un mundo cercano, un fragmento de la realidad que transcurre en las calles de una gran ciudad –cuya identidad desconocemos- y lo hace sin florituras, ni adornos innecesarios, que pudieran distraer la atención del espectador. Lo cual no es óbice para crear un artefacto equilibrado, en el que existe una puesta en escena muy estudiada y una combinación efectiva de luz, color, atmósfera, elementos figurativos, escenificación equilibrada, que conforman un conjunto muy armónico y equilibrado. El resultado final es eficaz y en el planteamiento conceptual se percibe una posible influencia de una técnica, la fotográfica, en cuyo modelo parece inspirarse el pintor para copiar el comportamiento del fotógrafo, la visión del objetivo de una cámara que capta el instante detenido de una realidad fragmentaria. Aunque desconocemos si Ferrer Miró estaba familiarizado con la fotografía, lo cierto es que es innegable que la pintura bebe en estas fuentes y su estética parece acusar el impacto que la irrupción de la fotografía tuvo en la evolución del arte pictórico.
Anteriormente, hemos apuntado, que una de las posibles causas del gusto y el atractivo que pudiera despertar esta imagen pudo haber sido motivado por el hecho de que presente un mundo sin conflictos, sin desigualdades y en el que las diferentes clases sociales aparcan sus diferencias y son capaces de convivir sin problemas. Si hablamos en clave de clases sociales, es inequívoco que el gran protagonista de la pintura es el burgués, como figura arquetípica de una clase social, y, por extensión, la afirmación de una cosmovisión que transmite una determinada escala de valores, en la que está presente el cultivo de unas prácticas y unas aficiones, en las que el arte y el consumo de productos artísticos emergen como una novedad que otorga prestigio y reputación, a partes iguales.
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
Además de reflejar estos valores más intangibles, a los cuales volveremos a referirnos más adelante, también descubrimos otros aspectos que también ayudan a configurar una imagen estereotipada de este tipo social. Sin duda, la indumentaria que visten estos personajes permite apreciar su decantación por la moda, el deseo de potenciar la elegancia, el refinamiento, el lujo y todos aquellos elementos que exteriorizan un alto poder adquisitivo. Estos signos externos, el sombrero, el cigarro habano, la ropa lujosa se convierten en iconos, emblemas, de una clase social, que se muestra orgullosa de pertenecer a una estirpe que exhibe su porte y distinción de una forma desacomplejada, sin disimular su identidad y su ascensión social. Todo este repertorio visual entronca con un lenguaje pictórico en el que sobresalen elementos que confirman el rol desarrollado por una clientela burguesa a la que le gusta verse reflejada en unas composiciones artísticas convertidas en mercancías suntuarias, en objetos destinados a embellecer los interiores y salones de las casas burguesas.
Víspera de Reyes, Joan Ferrer i Miró. Colección privada (izquierda); Exposición pública de un cuadro, Joan Ferrer i Miró. Colección privada (derecha)
Mirando cuadros, Joan Ferrer i Miró. Colección privada
Esta poética en la que se adscribe la producción de Ferrer Miró se identifica con el movimiento del anecdotismo, conocido, en términos populares, con el título de pintura de asunto, surgido durante el período político de la Restauración borbónica y que, en el caso de la ciudad de Barcelona, escenario de la famosa novela de Narcís Oller (1846-1930), La Febre d’Or (1890-1892), alcanzó su máximo apogeo en la década de 1880. El año de 1888, fecha tanto de la celebración de la Exposición Universal de Barcelona, como de la realización de la pintura comentada, constituye el momento cumbre del triunfo de este tipo de práctica artística, en la que la obra de arte encierra un mensaje ideológico y se transforma en vehículo transmisor del sistema de valores de la clase hegemónica.
La pintura también es protagonista
Le Siège de la societés des aquafortistes, Adolphe Potemont Martial
Con respecto al contenido, queremos ampliar nuestra lectura y profundizar en algunos otros aspectos, a los que ya hemos hecho mención. Para empezar, la pintura contiene una cita encubierta, una referencia al tópico clásico del cuadro dentro del cuadro, expresión célebre que fue acuñada por el historiador Julián Gállego; es decir, la pintura realiza una mirada auto referencial, ya que el motivo principal de la composición, el núcleo del relato, lo protagoniza la pintura y, más en concreto, la exposición pública de un cuadro. Lejos de persistir en uno de los habituales lugares comunes, el alusivo al cuadro como expresión de un alto nivel cultural, en este caso, se trata, más, de una forma de reivindicar tanto la importancia del fenómeno artístico, como de todo lo que supone, a nivel social, la aparición de un mercado artístico, que, además del valor comercial que acarrea, también genera dinámicas nuevas, entre las que se cuenta la aparición de nuevos ritos, como el del pasatiempo que representa poder gozar de la posibilidad de distraerse contemplando las creaciones de los artistas. Sin duda, es esta última actividad supone la aparición de una nueva liturgia que conlleva un cambio sustancial en el proceso de recepción. Pasa de constituir un ejercicio privado, y privativo de unas élites, de unos mecenas, o clientes, que realizan encargos privados, y en el que el placer estético tiene un alcance restrictivo, a la socialización de una actividad que abre las puertas a una experiencia más democrática y más abierta a todo el mundo, con un supuesto horizonte interclasista.
Cartel original para la sala Parés. Carlos Vázquez Úbeda. Colección privada
La prueba es que, como puede apreciarse en la imagen, el acto de presentar la obra pictórica despierta un inusitado interés, una alta expectativa entre un público que contempla la obra, a través de un cristal, sin que a nosotros nos sea permitido compartir esta experiencia, ya que estas mismas personas actúan de barrera y nos impiden conocer la identidad del verdadero protagonista, las características físicas y temáticas del mismo. Únicamente intuimos que se trata de una obra de grandes dimensiones, porque podemos ver un fragmento de un marco de gran tamaño que, por otra parte, se intuye que es muy ostentoso.
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
El grupo de personas fija su atención en el escaparate de la galería, un comercio, por otra parte, que incluye una variada representación de trabajos artísticos, destacando, por encima de todos, la presencia de un número notable de estampas, al tratarse de un tipo de obra de arte más económico y asequible. En realidad, podemos interpretar, por el rótulo, que aparece en la parte superior del escaparate, escrito en inglés, y en el que podemos leer que se trata de un negocio dedicado también a la venta de libros y fotografías, que estamos ante una especie de chamarilero, o anticuario, dedicado a la comercialización de todo tipo de objetos.
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
Con respecto a los protagonistas, llama la atención el interés del pintor en la representación de un repertorio heterogéneo de personas, en el que da cabida a diferentes sectores sociales, entre los que encontramos, a una mujer, acompañada por un bebé, fijando el estereotipo de la maternidad y cosificando el papel social de la mujer, un adolescente que personifica la curiosidad y el deseo de aprender y conocer y, finalmente, también podemos distinguir, un pintor, ya que lo reconocemos por los utensilios que lleva en sus manos (un caballete de pintor, de los denominados de campaña, una caja de pintura, una tela enrollada y un taburete). Si bien, no se trata de una mera especulación, quién sabe si no pudiera tratarse de un aprendiz que se encuentra en fase de formación y siente admiración por otros colegas que ya disfrutan de la oportunidad de poder exponer sus creaciones; una oportunidad a la que él también aspira o de un pintor que empieza a abrirse camino y aspira a alcanzar la misma fama.
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
El papel democratizador de la galería de arte / La importancia de los escaparates
Exposición publica de un cuadro (detalle), Joan Ferrer Miró, hacia 1888
En este proceso histórico de democratización de la experiencia estética el papel de la galería de arte jugó un papel muy destacado, ya que realizó la función de mediadora entre el artista y el público. Además, en el caso que nos ocupa, la galería abre sus puertas, metafóricamente hablando, al público que deambula por las calles y asiste embelesado, como si de un espectáculo se tratara, a la presentación de las novedades pictóricas. Para potenciar esta función, las galerías disponían de recursos estratégicos, entre los que el escaparate, que permitía ver las cosas desde el exterior, al abrirse a la calle, sin que fuera imprescindible traspasar el umbral de la puerta, contribuyó a la labor de difusión, al permitir que el principio de transparencia triunfase sobre el ocultismo. De este modo, el hecho de fisgonear, de satisfacer la curiosidad, sin ser descalificado, al ser considerado un chafardero, adquirió una legitimización de la que carecía anteriormente. Incluso, el escaparate, a través de la vitrina de cristal, permitió superar la barrera que separaba lo público de lo privado. En este sentido, no era ni necesario abrir la puerta para profanar un espacio privado, porque el galerista, que deseaba publicitar sus mercancías, prefería exhibirlas, acercarlas, a un abanico muy amplio de caminantes que iban desde el curioso, aficionado, hasta el connaisseur, o el entendido.
Tienda La Fotografia Moderna. 1910-1915. Archivo del Centre Excursionista de Catalunya
Sin duda, el escaparate, al lado de los pasajes interiores, concebidos, tal y como bien señaló Walter Benjamin, como verdaderas ciudades subterráneas, construidas de forma artificial, a la manera de meandros o afluyentes que desembocaban en un río caudaloso, formado por una red de calles superpobladas, en las que una multitud anónima seguía el sentido de la corriente, constituyó una de las grandes aportaciones culturales del siglo XIX. Al fin y al cabo, a diferencia de los lugares públicos exteriores, el funcionamiento de esta ciudad sumergida no estaba condicionado por leyes naturales, ya que los horarios no los marcaba la luz solar, sino que se aprovechaban de las ventajas que trajeron los nuevos inventos, como el que representó la instalación de la luz de gas. Todas estas nuevas condiciones cristalizaron en la aparición de lugares de ensueño, paraísos artificiales, que contribuyeron a consolidar el optimismo histórico y la fe en la capacidad transformadora del hombre. En sí mismo, este ideario constituyó un hito en el proceso de erradicación del ideal naturalista. La naturaleza dejo de ser contemplada como un modelo en que espejearse para convertirse en una adversaria a la que era necesario someter. Sin duda, estas transformaciones marcaron el ritmo y la vida de unas ciudades modernas que idolatraron el progreso tecnológico, gracias al cual empezaron a vislumbrar la posibilidad de lograr materializar la utopía futurista.
Mirando el escaparate, Manuel Cusí Ferret. Colección privada
En el caso de Barcelona, en una escala menor y sin llegar a alcanzar el nivel de propagación que se produjo en el París de los grandes bulevares, durante las últimas décadas del siglo XIX, los comerciantes mimetizaron el mismo modelo y urdieron una estrategia destinada a atender una creciente demanda de bienes artísticos y satisfacer las necesidades de una burguesía que aspiraba a vivir confortablemente sin renunciar al embellecimiento de unos interiores que fueron decorados con muebles, espejos, plafones cerámicos, pinturas, bibelots, etc. En este sentido, la ciudad vivió una creciente actividad transformadora que, lógicamente, también afectó a los cambios en los hábitos de consumo y a la creación de arterias comerciales, como fue el caso, entre otras, de la calle Ferran, en las que los propietarios de las tiendas se las ingeniaron para atraer el interés de los potenciales consumidores. Muchos de estos comercios no dudaron en incorporar el escaparate como un recurso necesario para acercar los productos a la clientela, para abrirse al exterior, despertar la curiosidad y fomentar el deseo de adquirir productos.
Escaparate de la óptica Corrons. 1900. Arxiu Nacional de Catalunya
La denominada Febre d’Or fue el mejor caldo de cultivo para que florecieran negocios destinados a cubrir las necesidades ostentosas y suntuarias de una clase con un alto poder adquisitivo.
Por otro lado, es evidente que el esteticismo de estos escaparates ayudó a reforzar un sistema, el capitalista, que apuntaló su existencia utilizando un tipo de estratagemas en las que las mercancías artísticas se dibujaban como un señuelo, un reclamo para llamar la atención del paseante. En realidad, a medio plazo acentuaban el proceso de alienación social, ya que los propietarios jugaban con la ficción de la cercanía de unos objetos que parecían estar al alcance de todo el mundo cuando, en realidad, únicamente estaban disponibles para aquella minoría que disponía del necesario poder adquisitivo para hacerse con su propiedad. En este sentido, la estética decimonónica acrecentó las diferencias sociales de clase, ya que incentivó el valor económico de la belleza, en detrimento de su dimensión formativa o social. En cualquier caso, no deberíamos caer en el error de reducir la capacidad transformadora del arte y acrecentar la influencia de un dirigismo político que buscaría un adoctrinamiento ideológico o un paternalismo destinado a neutralizar, en un sentido claudicante, el poder de rebelión que contiene la experiencia artística.
Fachada de la nueva farmacia del Doctor Andreu. La Il·lustració Catalana, Barcelona, 1882
Esta última reflexión es interesante porque describe la existencia de un modelo, supuestamente público, cuando en realidad fue privado, ya que convirtió las obras de arte en mercancías, en productos cuya finalidad última era la de ser adquiridos y que, por lo tanto, legitimaban el principio de la propiedad privada. Sin embargo, no es menos cierto, que, a pesar de sus evidentes limitaciones, y ante la ausencia de prestaciones públicas, como era la inexistencia, en muchos casos, de equipamientos patrimoniales, en definitiva, museos públicos destinados al cultivo de la educación estética, la aparición de estas galerías privadas ayudó a sensibilizar a la opinión pública sobre el importante papel social del arte. En esa época, la del último tercio del siglo XIX, en la ciudad de Barcelona florecieron algunas galerías artísticas como fue el caso de la más popular y conocida, la Sala Parés fundada por Joan Baptista Parés (1848-1926) el año 1877. De características más modestas, no podemos olvidar la aparición unos años antes de la galería fundada por Francesc Bassols, establecida en la calle Escudillers. El mismo año de la inauguración, en 1875, la calle pasó a disfrutar de las ventajas de la iluminación con luz de gas. Aun así, el anterior modelo se contrapuso a un segundo, el del museo público, heredero de la tradición ilustrada basado en otros principios y valores. En cierto modo, este último pretendió erradicar el valor de mercado, para centrar todo el interés en el valor social de los objetos artísticos.
Exposición pública de un cuadro en contexto
Las anteriores consideraciones ayudan a enmarcar y entender el contexto en el que nació una pintura como la de Ferrer i Miró. Debajo de esta capa de superficialidad, de apariencias visuales, muy efectista, en términos artísticos, en la que predomina una imagen icónica enternecedora, descubrimos la existencia de todo un entramado social e ideológico, en el que la práctica artística ocupó un lugar importante, ya que ejerció una función de legitimización que contribuyó a rearmar los intereses de la clase dominante.
La prueba de que la pintura vino a satisfacer los criterios de gusto dominante es que su autor obtuvo un galardón tras la presentación de la misma en la Exposición Universal del año 1888. La medalla de oro, con la que la obra fue premiada, atestigua la adaptación de la misma a los estándares, las convenciones, los modelos y las temáticas que contaban con el beneplácito de crítica y público. En este sentido, no podemos olvidar la fortuna de una pintura que fue versionada, con algunas variantes y en un formato más grande, en una segunda ocasión, en 1890, y que consolidó al pintor como un conspicuo representante del género anecdotista; un género en el que la burguesía pudo mirarse y reconfortada al verse reflejada.
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