Francesc Quílez
En el transcurso del siglo XIX, el tradicional puesto de trabajo de los artistas se transformó en un motivo de interés para la práctica artística de la época, adquiriendo una dimensión escenográfica que hasta entonces no había sido explorada. De hecho, la visión del taller ya había protagonizado algunos de los episodios creativos más destacados de la historia de la pintura occidental.
Un caso paradigmático: Las Meninas de Velázquez
Sin ir más lejos, la obra de Las Meninas de Velázquez, pintura enmarcada, entre otros aspectos, en el contexto de reivindicación de la nobleza o dignidad de la práctica pictórica, convirtió el obrador del gran maestro sevillano en uno de los grandes protagonistas de la composición y edificó la fortuna de un tema que, con el paso del tiempo, aconteció un recurso visual recurrente.
En este sentido, el enigma de las Meninas, sometido a una multiplicidad y diversidad de lecturas interpretativas, tomó su forma en el gesto de un pintor que, con su postura congelada, adoptó una actitud ambivalente. De un lado, la mirada ensimismada parecía evocar la condición intelectual de la acción creativa, aquello que los tratadistas italianos, desde el Renacimiento, habían definido con la expresión: idea mentale. Del otro, a pesar de esta voluntad de reflejarse en el modelo de las artes liberales, Velázquez no dejaba de dar visibilidad a la condición mecánica de su oficio, puesto que, con el gesto firme, decidido y satisfecho, sostenía las herramientas que le permitían transformar la idea y convertirla en una forma material.
Siglo XIX: El interés se desplaza del exterior al interior
La pintura del siglo XIX hizo patente un gran aprecio por la transformación del taller en un motivo temático recurrente. Es evidente que esta visión del propio universo, casi como si se tratara de un ejercicio onanista, era indicativa del incremento de la propia autoestima del artista. La metáfora formulada por el tratadista y arquitecto renacentista, Leone Battista Alberti, en su tratado De Pictura (1435), según el cual el pintor tenía que dirigir su mirada al exterior, una vez hubiera abierto la ventana, para representar la “naturaleza” que se abría ante sus ojos y poder, de este modo, ver la realidad con perspectiva, con distanciación subjetiva, fue alterada, porque el interés se desplazó del exterior al interior.
Con su símil, Alberti también destacaba la importancia que para el ideario humanista tuvo el principio de la imitación natural, la cèlebre imitatio, como el referente que tenía que guiar la actuación de los artistas. En realidad, se trataba de una formulación muy ambigua, dado que por él la imitación no tenía solo una base naturalista, consistente en reflejarse en la belleza y la perfección que nos podía ofrecer la naturaleza, sino que también tenía un componente de reconocimiento moral de los antiguos. Los clásicos, de acuerdo con el modelo de restitución del principio de autoridad que había presidido el pensamiento renacentista, eran tanto o más modélicos como la propia naturaleza.
El taller, un espacio oculto y de poco interés en la época antigua
Este ejercicio de proyección externa, sumado a la baja autoestima y reconocimiento social del artista, en la época antigua, explicaría porque el habitado natural de los creadores, su madriguera, no desveló un gran interés, como motivo iconográfico y tampoco literario, dado que son contadas las descripciones que de este espacio de trabajo han llegado hasta nosotros. Y, aun así, como no podía ser de otro modo, estas unidades de producción, con un tamaño variable, dependiendo del número de encargos o el prestigio del maestro que le permitía disponer de una gran cantidad de ayudantes, ocuparon un lugar central en el sistema de creación del antiguo régimen y fueron determinantes para mantener la demanda de una clientela que, a lo largo de todo este periodo histórico, también tuvo un comportamiento oscilante que fue de la expansión a la contracción.
Por lo tanto, es indudable que el tiempo dedicado al trabajo, en épocas de una pedida constando y sostenida, debería de obligar a permanecer mucho tiempo en unos espacios que, en términos generales, deberían de ser habitáculos muy sencillos, de extensión reducida y muy poco confortables. En términos generales, estas características, explicarían, en parte, el porqué de una dinámica que tendía a ocultar un lugar que no resultaba especialmente atractivo y, de acuerdo con este razonamiento, darle visibilidad no resultaba ser una herramienta útil en el combate para dignificar y equiparar la actividad artística a la condición noble que sí tenían otras disciplinas, como era el caso, por ejemplo, de la poesía.
Al respecto, no tenemos que olvidar que un artista tan poco sospechoso de dejarse llevar por veleidades literarias, como fue Leonardo, estuvo muy obsesionado con hacer constar que la pintura podía equipararse a la poesía. A pesar de su interés en demostrar la condición científica de la práctica artística, de regirse por la utilización de un método científico, basado en la experiencia y en la verificación de los hechos empíricos, el artista fue deudor de un contexto cultural y un marco mental que determinaron su posición en esta confrontación entre disciplinas y acabó aceptando la hegemonía de la poesía. Sin ir más lejos, en este escenario humanista, resulta pertinente recordar las bonitas palabras pronunciadas por el mismo Leonardo, cuando afirmó con vehemencia, para destacar los aspectos singulares de las dos, lo siguiente: “la pintura es una poesía muda y la poesía es una pintura ciega”.
Ocultar el puesto de trabajo también podía tener una explicación, relacionada con la consideración social de la práctica artística, que era muy escasa, por no decir inexistente. La falta de apreciación, de distinción, comportó una falta de autoestima del artista, un complejo de inferioridad que, excluyendo la existencia de casos puntuales, dificultó cualquier intento de expansión social. Si se le consideraba un artesano, un trabajador manual, y no una persona capaz de construir relatos, historias, era lógico que los mismos artistas optaran por permanecer invisibles, por no exponerse, por no exhibir su habitado natural, aquel espacio en el que trabajaban y pasaban buena parte de su vida.
En términos generales, según esta concepción, el taller, por un efecto de ósmosis, era obligado que permaneciera eclipsado, dado que no dejaba de ser una prolongación física de su propietario; un lugar sin magia, dignidad, ni apreciación social. Tenía el mismo valor prosaico, y causaba la misma indiferencia, que cualquier tienda destinada a la venta de los productos manufacturados por un artesano, perteneciendo a un determinado gremio.
El taller del artista a finales del siglo XIX
Por el contrario, hacia finales del siglo XIX, esta situación se revirtió y se produjo el fenómeno contrario. Ya no había que salir fuera para buscar fuentes de inspiración, ni tampoco había que convertir la natura en el único modelo estético. El propio taller del artista ofrecía un abanico de posibilidades creativas insospechadas y el que resultaba, todavía, más satisfactorio, las ofrecía sin tener que realizar el esfuerzo de desplazarse, disfrutando de las comodidades de poder trabajar sin dejar el confort, la comodidad, de la propia vivienda.
Es evidente, pues, que los creadores ochocentistas, mantuvieron unos vínculos de fidelidad con la tradición que inauguró la cultura visual renacentista. El tema fue frecuentemente visitado, hasta el punto de convertirse en un lugar común del repertorio iconográfico. Aun así, el contexto ya no era el mismo, aquella antigua motivación reivindicativa, tanto estimada en periodos anteriores, se transformó en un elemento que oscilaba entre el tratamiento banal, frívolo e intrascendente, propio de la representación de las escenas de género y la visión del taller como un espacio con una multiplicidad de usos y variables, entre los que predominaba la escenificación de historias anecdóticas.
El taller del artista en el contexto catalán
En el contexto histórico catalán, este tipo de escenas narrativas acontecieron un auténtico fenómeno de época y las representaciones fueron identificadas con el término popular de pinturas de asunto; un género que, por sus características amables, logró una gran fortuna.
La temática dominó la escena pictórica catalana durante las últimas décadas del siglo XIX, coincidiendo con la etapa política de restauración de la monarquía borbónica. En este periodo que va del año 1874 hasta, aproximadamente, 1890, las mencionadas representaciones desvelaron el interés e, incluso, el entusiasmo de una clientela que vio en estas imágenes un modelo de autoafirmación del propio sistema de valores.
En realidad, la presencia del taller cubría un objetivo meramente funcional, cumplía un papel de apoyo ambiental, de escenario en el que se representaban acciones, anécdotas, la mayoría de ellas de características costumbristas. El símil teatral es una aproximación válida para comprender hasta qué punto la pintura era deudora de la literatura y como usaba unos criterios muy similares de misse en scène, con la presencia de actores principales y secundarios y con una unidad narrativa de espacio y tiempo.
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