Cristina Sanjust
Cada trimestre, los Amigos del Museu Nacional organizan una visita para ir conociendo el patrimonio catalán: los «Paseos del Museo». En la última, se acercaron al Solsonès para descubrir su rico patrimonio barroco. Cristina Sanjust fue la guía que les acompañó y de su mano ahora podemos descubrirlo nosotros.
Como guía turística tengo el privilegio de testimoniar las experiencias personales de los que descubren un espacio o una obra de arte por primera vez. La mayoría de ocasiones, cuando entran a una iglesia se quedan embobados por las imágenes que aparecen representadas en el ábside o en algún retablo. Quizás incluso alguien encuentre que las figuras le hacen reflexionar sobre la vida o sobre sí mismo. Pero muy pocos pueden decir que se ven literalmente reflejados en ellas. Y eso fue lo que le pasó a una amiga del Museu Nacional d’Art de Catalunya, el otro día durante la visita a la catedral de Solsona.
La excursión había empezado con el descubrimiento de los tesoros que conserva el Museu Diocesà i Comarcal de Solsona de la mano de la jefa del servicio de visitas y atención al público, Montse Creus. Las colecciones de la diócesis se ubican en varios espacios del complejo edificio adjunto a la catedral. Mientras veíamos las piezas prehistóricas, románicas –entre las que destacan las pinturas murales de la iglesia de Sant Quirze de Pedret– y de otras épocas posteriores, podíamos disfrutar del claustro perteneciente al monasterio de Santa Maria, sobre el que se fueron articulando los distintos cuerpos que configuran las estancias del palacio episcopal y la iglesia que es la sede actual.
La visita continuó con la compañía de una guía local: Mònica Pérez. Sus explicaciones permitieron al grupo conocer las diferentes ampliaciones de la iglesia del primer monasterio y las vicisitudes que afectaron al edificio a lo largo del tiempo. El objetivo era descubrir el arte de la época del barroco en tierras de Solsona. Primero se destacó el retablo de la Mercè y después, al otro lado del transepto, la capilla de la Virgen del Claustro, patrona de la ciudad. La imagen, del siglo XII, debió de presidir el altar del primer monasterio, dedicado a santa María. De piedra ennegrecida por el tiempo, fue elaborada por el escultor Gilabertus de Toulouse.
Historia y legenda de la Virgen del Claustro
Su nombre se explica porque en el siglo XIII, con la llegada de los albigenses, temiendo por la integridad de la imagen, los monjes la escondieron en el pozo del claustro que estaban acabando de construir. Según la leyenda, un niño se cayó al pozo y se salvó gracias a la imagen que vio. Desde entonces, siempre ha sido objeto de una gran devoción local. Por eso, en una época de prosperidad económica, en 1726, se construyó en madera tallada y dorada el retablo que alojaba a la figura románica, de la mano de Josep Morató i Pujol, miembro de una de las principales familias de retablistas de la época. Esta capilla barroca fue totalmente destruida el 19 de octubre de 1810, durante la Guerra de la Independencia Española, a excepción de la imagen, que se salvó de las llamas porque es de piedra. En 1900 se ratificó el patronazgo de la Virgen del Claustro, lo que impulsó la reconstrucción del camarín, que se encargó al arquitecto August Font.
En 1914, Bernardí Puig i Martorell, discípulo de Gaudí, diseñó los bancos y la iluminación, y, posteriormente, en 1926, Puig i Cadafalch esculpió un nuevo sitial para la Virgen. Durante la Guerra Civil de 1936, las imágenes religiosas volvían a peligrar, y en esta ocasión la escultura románica fue escondida en el hueco de la escalera del campanario por los campaneros Porredon y Augé, y más tarde quisieron evacuarla a Francia, pero permaneció oculta en el garaje del palacio episcopal de Vic. No fue hasta los años 1940 cuando el arquitecto Puig Boada y el mosaísta Josep Obiols i Palau iniciaron un nuevo proyecto de altar.
¡Esa niña soy yo!
Mientras la guía explicaba esta última intervención, una amiga del Museo, sorprendida dijo: “¡esa niña soy yo!”. Efectivamente, en uno de los tímpanos de los muros laterales, estaba pintada una niña vestida de azul, obra de Miquel Farré i Albagés. Este pintor utilizaba como modelos para sus obras a los hijos de familias amigas.
Dos descubrimientos del siglo XVIII: el Santuario del Miracle y Sant Pere de Matamargó
El descubrimiento del barroco en Solsona continuó con la visita al Santuario del Miracle y la pequeña capilla de Sant Pere de Matamargó, dos joyas del siglo XVIII desconocidas para la mayoría, lo que se veía reflejado en los rostros de sorpresa y admiración. La mayor parte de las personas, justo después de entrar al santuario exclamaban un “¡oooh!” que los dejaba un buen rato con la boca abierta. La grandiosidad de las esculturas de esta máquina de altar de madera dorada que se extiende por las paredes y el techo del edificio deja a todos impresionados.
La capilla de Matamargó, muy reducida en dimensiones pero no en calidad de retablos esculpidos, sorprendió al grupo porque parecía que nadie hubiese tocado nada desde el ochocientos. Los dos conjuntos evidencian la riqueza económica agrícola de esta zona de Cataluña en un período que ha sido calificado de crisis en el resto del territorio. Además, se puede comprobar que las características propias del arte desarrollado a partir de 1600 en los grandes centros europeos, Roma o Versalles (la grandiosidad, la inmediatez, la fugacidad o la teatralidad), se extienden cronológica y geográficamente hasta rincones como el Solsonès y en fechas tan tardías como el final del siglo XVIII.
Una visita repleta de hallazgos sorprendentes para la mayoría de nosotros y cargada de anécdotas personales. Seguro que todos nos llevamos de ella un recuerdo muy personal.