La sociedad de finales del siglo XIX no ocultó la fascinación por la expansión del maquinismo. A partir de la década de 1850, las exposiciones universales dieron cabida a la fuerza de la inventiva humana, al deseo de someter la naturaleza.
Esta atracción por la idea del progreso científico-técnico tuvo un reflejo directo en el arte publicitario. Un buen número de los carteles de la colección del museo plasma el impacto que causaron los medios de locomoción. Fruto de un gran auge social, debido a la extensión de su uso, tanto público como privado, los fabricantes de bicicletas y automóviles, las compañías navieras e incluso las aeronáuticas utilizaron el cartel para difundir sus productos.
Las imágenes de estos carteles también evidencian la práctica del deporte de competición, siendo las carreras de automóviles y las regatas un hábito muy extendido entre los burgueses con alto poder adquisitivo y deseosos de proyectar una imagen de un cierto estatus social.
La aparición de una nueva iconografía popular
Hoy, contemplar algunos de estos modelos de automóviles anticuados, poco confortables, diseñados sin demasiado criterio estético y aparentemente inseguros, no nos provoca el efecto sorpresa que debieron causar en el momento de su aparición. La mirada irónica o incluso desconfiada con la que los cartelistas de la época contemplaban estos artilugios mecánicos, como si de máquinas infernales se tratara, da una idea de la gran repercusión social que tuvo el nuevo fenómeno.
Sin embargo, la sensación de velocidad que nos transmiten las composiciones sigue sustentándose en un uso convencional del repertorio figurativo. De hecho, la principal novedad no estriba tanto en la forma como en el contenido del mensaje. Los autores utilizan un lenguaje visual muy popular, cercano a la sensibilidad de un público acostumbrado a la lectura de las revistas de ilustración, en las que el soporte gráfico –viñetas o chistes– estaba socialmente muy extendido. Así, predomina la tendencia a la representación de situaciones cómicas, en las que las consecuencias de la irrupción del automóvil se observan con ironía y trazos caricaturescos. Al fin y al cabo, conviene recordar que en sus orígenes el cartel publicitario fue acogido con gran entusiasmo por parte de una opinión crítica que celebró la aparición de un lenguaje artístico popular y cercano, de lectura diáfana y cuya comprensión no requería un gran bagaje cultural.
Años más tarde, la irrupción del futurismo, acompañado por un ideario que proclamaba el advenimiento de la nueva civilización tecnológica, comportó una ruptura con el paradigma visual precedente. Movidos por el deseo de emular la lógica interna del maquinismo, cuya perfección se había alcanzado merced a la eficacia del sistema de fabricación de las cadenas de montaje, los futuristas rechazaron el lenguaje artístico anterior, porque preservaba el sistema tradicional de representación y mantenía el aura fetichista de la obra de arte.
La influencia del fenómeno en el arte catalán modernista
El arte gráfico catalán, tal y como ejemplifican los trabajos de Alexandre de Riquer o Ramon Casas, lejos de mostrar una actitud refractaria a la aparición del automóvil o la bicicleta, también contribuyó a la difusión de esta iconografía. Más concretamente, debemos a Casas dos de las pinturas más emblemáticas de la época, convertidas en dos de los iconos más populares de la Barcelona modernista. Concebidas como un mero divertimento y asociadas a la decoración de la taberna Els Quatre Gats, tanto Ramon Casas y Pere Romeu en un tándem como Automóvil, constituyen dos muestras de la subversión de la jerarquía de los géneros, al poder reconocer la existencia de una corriente de intercambios y préstamos figurativos entre la pintura y el cartel. Pocas obras sintetizan tan bien los beneficios que para la práctica pictórica catalana reportó la aparición del cartel moderno.
Gabinet de Dibuixos i Gravats