Mireia Berenguer
Cuando se habla gráficamente de la ciudad de Barcelona o se dibuja su skyline aparecen siempre una serie de monumentos y edificios significativos de la ciudad, como la Sagrada Familia, la Torre Agbar, el monumento a Colón o el Arco de Triunfo, pero también el Palau Nacional con sus inconfundibles haces de luz.
Y es que estos focos se han convertido en todo un icono de Barcelona, testigo de honor de las grandes efemérides de la metrópoli. Visibles desde cualquier punto de la ciudad, se ponen en marcha por la noche, de jueves a domingo, de mayo a septiembre, y el resto de meses, de viernes a domingo. También en las grandes ocasiones, en los días de fiesta señalada o en que se conmemora algún hecho destacado o se celebra algún evento especial, lucen majestuosos sobre el cielo despejado, eso sí, porque es una condición indispensable, si las circunstancias atmosféricas lo permitan. Este pequeño símbolo de la ciudad ha inspirado también un logo, el de Fira de Barcelona, e incluso, un novela, Rayos de Miqui Otero.
La revalorización de la montaña de Montjuïc y la Exposición Internacional de 1929
Pero nos remontamos al inicio de esta historia y todo empezó con el proyecto de urbanización de la montaña de Montjuïc. Este evento ha permanecido a menudo a la sombra de la Exposición Internacional del año 1929, pero la realidad es que Ildefonso Cerdà ya ideó, en 1872, un estudio inclusivo de la montaña donde planteaba su transformación urbana integral. Después de muchas vicisitudes este plan comenzó a tomar forma alrededor del año 1913, con la idea de organizar una Exposición de Industrias Eléctricas que, con los años, acabaría cristalizando en la gran Exposición Internacional del año 1929.
Este proyecto de revalorización de la montaña fue concebido ni más ni menos que por Josep Puig i Cadafalch como todo un conjunto artístico, cultural y simbólico y, aunque las obras de urbanización de la montaña ya habían comenzado en 1917, la dictadura de Primo de Rivera, en 1923, impidió que el político y arquitecto catalán llegara a construir el edificio principal de todo el proyecto: el Palau Nacional.
La obra se encargó finalmente a Pere Domènech, Enric Catà y Eugeni P. Cendoya, el primero de ellos, hijo del brillante arquitecto modernista Lluís Domènech i Montaner y los dos últimos, colaborador y discípulo suyo, respectivamente.
El gran plan de iluminación para la Exposición Internacional
Una de las metas de los diseñadores de la exposición fue procurar imprimir a la muestra un carácter de impresionante grandiosidad, produciendo un espectáculo del más alto valor estético, entusiasmando y emocionando a la ciudad, a partir de un recurso decorativo que ofrecía un avance relativamente nuevo y bastante conocido por Barcelona, como era la electricidad.
Uno de los primeros y principales proyectos de la exposición fue el gran plan de iluminación, ya que su situación privilegiada era el punto central de todas las miradas del visitante cuando se ponía el sol. Y fijaos si fue monumental que ya decían entonces que sólo los juegos de agua y luz de la exposición consumían el 25% de la electricidad de toda la ciudad.
Esta ambiciosa puesta en escena, llena de luz, color y efectos de agua que aturdía los sentidos, fue diseñada por el joven ingeniero barcelonés Carles Buïgas y logró maravillar a todo el mundo y atraer comentarios llegados de los confines de la tierra, por más que los propios españoles no terminaban de creerse que trataba de un invento autóctono. Escribía un periodista: “Al principio, la micropsia endémica que caracteriza á los españoles se resistía á suponer obra de un compatriota y producto de fabricación hispánica el prodigio. Se pensaba en ingenieros franceses, alemanes ó yanquis. Sobre todo, en estos últimos.”
El proyecto, sin embargo, no fue fácil. Había que conseguirse una iluminación muy intensa, puesto que un observador que desde la plaza de España mirara hacia la exposición tenía que sortear todo tipo de surtidores de agua, cascadas y otros elementos luminosos que eliminaban todo el contraste que era necesario para producir una viva impresión en el alma del visitante, el objetivo que se había marcado Buïgas a la hora de trazar el plan.
Los haces de luz del Palau Nacional
Para contrarrestar este hecho y que la silueta iluminada del Palau Nacional resaltara el máximo posible, fue necesario instalar una serie de reflectores detrás, concretamente en la galería perimetral de la Sala Oval.
La prensa de la época narró que «se hicieron esfuerzos considerables para mantener ocultos completamente estos focos de luz, evitando no sólo deslumbramientos detestables, sino la vista nada agradable de los proyectores poco consonante con la limpieza del conjunto de espectáculo».
Nueve fue el número elegido, tantos como letras tiene la ciudad de Barcelona y, en un principio, la iluminación estuvo prevista para cuatro colores: blanco, amarillo, rojo y azul, así como para todas las combinaciones binarias que con estos colores se pudieran formar.
El resultado conseguido no decepcionó a nadie y llegaron comentarios y alabanzas impresos en rotativos de todas las lenguas:
La Metropole, de Amberes: «En el fondo los reflectores lanzados hacia el cielo aureolan la gran cúpula del Palau Nacional. Parece que hayamos sido transportados, por arte de magia, a los jardines encantados de un palacio de sueño.»
Fígaro, de París: «La pluma no es lo suficientemente apta para describir el milagro de la Barcelona nocturna, vista desde el Tibidabo o desde las terrazas florecidas de Montjuïc. El hada electricidad, que ha renovado el aspecto del mundo, ha concentrado aquí sus más inexplicables sortilegios. Una gloria de gigantescos rayos fijos lanzados al cielo aureolan el Palau Nacional y hacen palidecer a las estrellas, sobre esta nueva Cartago.»
Los proyectores eran de la marca Sperry, diseñados por el ingeniero electricista estadounidense Elmer Sperry, inventor también, entre otros, de la girobrújula, que permitía a los navegantes seguir con más perfección la dirección deseada de los barcos con un movimiento menor del timón y de la conocida como Luz de Lindbergh, un gigantesco faro que regaló a la ciudad de Chicago y que esta instaló en su aeropuerto.
Los aparatos Sperry contaban con unos espejos de unos 91 cm de diámetro y lanzaban un haz luminoso de una intensidad de 450 millones de bujías, con un ángulo de dispersión de unos dos grados. Eran foco de concentración y, debido a no esparcirse la luz, llegaban a iluminar a grandes distancias. Había testigos que aseguraban ver la aureola desde poblaciones que distaban más de 100 kilómetros de Barcelona. Y es que la visibilidad de estos haces luminosos varía según el estado del cielo. Cuando éste se encuentra cargado de humedad, disminuye el alcance de los proyectores, pero también, cuando la atmósfera es absolutamente limpia, la visibilidad es también menor porque no existen en el aire partículas capaces de irradiar la luz emitida por los reflectores.
Durante la Exposición, Barcelona recibió la visita del Graff Zeppelin alemán, el mayor dirigible de toda la historia, con 236 metros de largo, que sobrevoló la ciudad durante unas horas el 23 de octubre de 1929. La llegada de este pequeño monstruo fue todo un acontecimiento en la ciudad, la gente salía a los balcones a saludarle y, por la noche, los focos de un barco alemán anclado en el puerto y los del Palau Nacional lo fueron siguiendo con sus potentes rayos.
Nuestros reflectores, en forma de abanico, iluminaron toda la nave, en toda su longitud, mientras daba vueltas alrededor de la montaña. El espectáculo, dicen quienes tuvieron la suerte de admirarlo, fue realmente fantástico porque el Zeppelin, que se volvió plateado por los rayos de los reflectores, simulaba un enorme pez nadando sobre el azulado mar del cielo. Tras su paso por Barcelona, el Graff Zeppelin completó la primera vuelta al mundo de un dirigible.
Los haces de luz durante la Guerra Civil
Una vez finalizada la exposición, durante la Guerra Civil, los reflectores del Palau «estuvieron al servicio de la paz y la cultura», como escribió otro reportero de la época. Más concretamente, la noche del 2 de septiembre de 1938, una escuadrilla de cinco aviones italianos «Savoia» intentó volar sobre Barcelona, mientras lo impedía el fuego de cortina de los antiaéreos.
La gente, advertida por las sirenas, salió de su casa para esconderse en los refugios, pero el espectáculo que se veía en el cielo paralizó a más de uno que se quedó embobado ante aquella emocionante exhibición, olvidándose completamente del inminente peligro. Los aviones siguieron volando paralelamente a la costa, hasta Cabrera de Mar, donde viraron rumbo suroeste. Cuando llegaron a la vertical del Besós, fueron sorprendidos por los haces de luz de los reflectores del Palau y un caza de «La Gloriosa» entabló combate con ellos. La lucha fue perfectamente visible desde tierra, observándose como uno de los trimotores de la flota de Mussolini era atrapado por las ráfagas de la ametralladora, se separaba de la formación y perdía altura y velocidad. El aparato cayó al mar, a 4 kilómetros de la costa, mientras que el resto lanzaron precipitadamente las bombas donde pudieron, esta vez con suerte sobre el mar, y huyeron hacia Palma de Mallorca.
Recuperación del esplendor del los reflectores del Palau Nacional
Después de la guerra, las salas de la planta alta del palacio quedaron totalmente inutilizadas por los desperfectos ocasionados en la cubierta, así que nos aventuramos a creer que los reflectores podían haber quedado igualmente dañados, porque no fue hasta 1957 que se reinstalaron de nuevo. Y en 1977 se intentó que los focos volvieran a reflejar las cuatro barras de la bandera catalana con sus colores gualda y rojo, tal como algunos testigos afirmaban haber visto hacía años.
Siempre ha habido cierta controversia en relación al hecho de si realmente alguna vez los reflectores habían proyectado en el cielo la bandera o no. Lluís Permanyer, el año 2012, después de investigarlo desentrañó el asunto localizando una fotografía de Zerkowitz que, aunque es en blanco y negro, viene acompañada de una leyenda que lo certifica.
El año 2018 se les sometió a una profunda restauración: se bajaron uno a uno, se llevaron a un taller, se les adecuó la carcasa, se volvieron a pintar y se les pusieron unos rectificadores electrónicos en lugar de los electromagnéticos, adaptando su tecnología al compromiso que el museo tiene de responsabilidad con el medio ambiente desde hace años.
Ahora, a pesar de los difíciles momentos por los que estamos pasando, los reflectores del Palau Nacional siguen rasgando el cielo, imprimiendo sobre la negra noche la diadema de haces azules y dando testimonio claro y brillante de la esperanza de toda una ciudad, que anhela el fin de la pandemia.
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