Eduard Vallès
El museo del futuro, y también el del presente, tiene que trascender las paredes y las disciplinas propias a partir de la colaboración institucional, un rol que, desde hace años, el Museu Nacional ya tiene interiorizado.
La colaboración entre el museo y el Teatre Nacional de Catalunya (TNC)
Durante 2018 se ha producido la primera colaboración entre dos entidades que históricamente han funcionado en registros y parámetros bastante diferentes, pero que las circunstancias y un personaje muy concreto han situado en una sugerente intersección. El responsable es el pintor, escritor, dramaturgo y coleccionista Santiago Rusiñol. No hay otra personalidad más indicada para iniciar esta colaboración, ya que Rusiñol no solo fue artista y dramaturgo, sino que accedió a esas dos condiciones con máximos honores. Actualmente, época de especializaciones, sería impensable que surgiera –o, mejor dicho, que permitieran surgir– alguien que fuera máxima figura en el teatro y en las artes plásticas a la vez.
El punto de partida de esta colaboración ha sido la programación otoñal de este año del TNC, protagonizada por Rusiñol, con dos de sus piezas más destacadas: Los juegos florales de Canprosa y La niña gorda.
Rusiñol, y el sentido de la modernidad
El motivo es que Rusiñol no es solo uno de los artistas más y mejor representados en nuestras colecciones, sino que su papel va más allá de la vertiente estrictamente plástica: Rusiñol es, junto con Ramon Casas, el gran pionero del acceso a la modernidad del arte catalán durante uno de sus períodos más brillantes, entre finales del siglo xix y principios del siglo xx.
Con Casas, se instala en el París de los pioneros y durante un tiempo llegan incluso a convivir en el mismo edificio del Moulin de la Galette. Los textos periodísticos que Rusiñol enviaba desde París, ilustrados por Casas, son el testimonio de un artista que no solo importó el arte moderno de su tiempo, sino que lo verbalizó a través de sus textos, donde combinaba el dietarismo con la crítica de arte.
A partir de la primera década del siglo xx, su figura, entendida como moderno, se desplaza progresivamente. Su teatro tiene cada vez menos carga de compromiso social y su pintura se orienta hacia el paisaje, más concretamente los jardines. Rusiñol sale del centro de gravedad de la estricta vanguardia, aunque continuó teniendo el favor del público del teatro. Visto con perspectiva, Rusiñol es uno de los pocos artistas del arte catalán que podría explicar toda una época por sí solo, y no una cualquiera, sino una de las más exitosas. Incluso el propio Eugeni d’Ors, que capitaneó los nuevos tiempos que desterrarían a Rusiñol y los restos del modernismo, puso revalorizó lo que representó su figura en el libro Cincuenta años de pintura catalana:
“Hoy se hace difícil, ya a cierta distancia, hacerse cargo de lo que significó un día, en el ambiente estético, y todavía en el ambiente social de Cataluña, la presencia de aquella personalidad. En muchos aspectos, y en su tiempo, Santiago Rusiñol fue, en el medio local, el renovador por excelencia. Durante años y años, muchas almas jóvenes vieron en él a alguien parecido a un símbolo del idealismo, en lucha con la vulgaridad del ambiente, y en su nombre, a una especie de símbolo de la libertad y de la sinceridad.”
Rusiñol en las salas del museo
Y ahora el Rusiñol literato entra en el museo de la mano del TNC con la representación de una obra de teatro inspirada en uno de sus textos. Introduciremos la palabra en un escenario donde normalmente hay pintura, con todos los retos que supone trabajar en un ámbito que queda un poco alejado del nuestro.
La obra escogida ha sido Orationibus#SR del dramaturgo Albert Arribas, una pieza inspirada en el libro Oracions de Santiago Rusiñol. Orationibus#SR es una lectura en clave contemporánea de muchas de las problemáticas que ya apuntaba Rusiñol, como la función de la cultura en la sociedad o el sentido de la tradición. Un espectáculo minimalista que combina la lírica, el cabaret y la performance, con fragmentos de obras de teatro lírico musical de Rusiñol como La Alegría que pasa o El jardín abandonado.
El museo, aparte de acoger las representaciones, contribuye con una pequeña muestra de las obras de Rusiñol de su fondo, más o menos vinculadas al teatro, que “ilustran” plásticamente la faceta teatral del artista. Está diseñada como un complemento para el espectador que vaya a ver Orationibus#SR, y se podrá visitar un rato antes de que empiece la representación, en un espacio adyacente. Las obras escogidas quieren ser una síntesis de este by-pass entre teatro y plástica y, a excepción de dos, todas provienen de las reservas del museo. Para acompañar la visita se ha diseñado un folleto, que deja testimonio de esta actividad con un pequeño texto y la reproducción de las obras expuestas.
Se han escogido tres carteles, una disciplina que Rusiñol, al contrario que Casas que fue prolífico, no cultivó demasiado. Pero sorprende que, de los pocos carteles que hizo, algunos tienen el teatro como protagonista. Destacan un par: La alegría que pasa e Interior. La alegría que pasa, obra del propio Rusiñol, fue uno de sus grandes éxitos teatrales y tuvo una gran recepción en su época. El cartel recoge un par de elementos definitorios de la obra de Rusiñol: el clown que representa a la Poesía –en eterna lucha contra la Prosa– y las dos filas de árboles en punto de fuga. Esta imagen alude a la célebre iconografía de las “carreteras” de Rusiñol, que tanto cultivó al óleo y que bebe del paisajismo catalán de la segunda mitad del siglo XIX.
Interior lo hizo para la obra con el mismo título del dramaturgo belga Maurice Maeterlinck. El azul, color que para Rusiñol siempre fue más que un recurso expresivo, en realidad un estado del alma, monopoliza el cartel.
El tercer cartel no es obra de Rusiñol, sino del crítico y activista cultural Miquel Utrillo, y fue creado con motivo de la obra de Rusiñol Oracions. Sobre un paisaje de fondo donde aparece una glorieta del Generalife de Granada, Utrillo ubica una de las clásicas jóvenes decadentes de Rusiñol.
Los patios y jardines se convertirán en espacios idóneos para la literatura de Rusiñol, tal como indican los títulos, por ejemplo, El patio azul o El jardín abandonado, en correlación evidente con su obra pictórica. Por eso en esta pequeña muestra incluimos un patio, con su singular azul, y un óleo del Generalife de Granada. Las pinturas son posteriores a las obras de teatro, pero nos encontramos frente a escenarios troncales de la creación rusiñoliana, sobre todo porque a menudo eran una proyección exterior del mundo interior del artista.
La muestra contará también con obras de personalidades del entorno de Rusiñol, al margen del ya mencionado Utrillo. Por ejemplo, un retrato de Rusiñol por Ramon Casas o un dibujo de corte satírico de Picarol donde se pueden ver juntos a Rusiñol y a uno de los grandes actores del teatro catalán, Enric Borràs.
Pero quizá una de las personalidades más universales que trató Rusiñol, y que quedaría vinculada al teatro a través de su música, fue Erik Satie. Rusiñol lo conoció durante su estancia en Montmartre, cuando el músico se ganaba la vida como podía tocando el armónium por las tabernas. Rusiñol lo dibujó en este período, tocando el instrumento y cubierto con un sombrero de copa. Unos años después lo inmortalizó, ya con un estatus más exitoso, en el célebre óleo La romanza.
Como anécdota destaca la que explicó Màrius Verdaguer en su libro Medio siglo de vida íntima barcelonesa, que tiene por escenario la representación del ballet cubista Parade en el Liceu, en 1917, durante una gira de los Ballets Rusos de Serge Diaghilev. Este ballet sofisticado, con decorados y figurines de Picasso y música de Satie, no tuvo una gran recepción entre el público, pero Rusiñol, que estaba presente, no solo aplaudió con fervor, sino que lo hizo de pie sobre su butaca. A pesar de que en aquellas fechas Rusiñol ya había dejado de ser el moderno de los días de Montmartre, es evidente que todavía conservaba un moderno en su fuero interno, además de un gran respeto por sus amigos de los tiempos heroicos, Satie y Picasso.
Cierra esta muestra el último óleo pintado por Rusiñol durante sus últimos días en Aranjuez, que quedó inacabado. Es uno de sus jardines, pintado en 1931, que representa cuatro columnas en uno de los jardines de esta ciudad.
Esta obra cierra simbólicamente el telón de la vida y la obra de Rusiñol que, como en buena parte de los grandes artistas, se correlacionan entre sí. Vida y obra de Rusiñol han estado desde siempre al servicio de una causa mayor, la construcción del mito Rusiñol. Ese es el objetivo de esta combinación plasticoteatral que proponemos desde el Museu Nacional, un acercamiento combinado a uno de los artistas, sin duda, más relevantes e influyentes de toda la historia del arte catalán. Y tiene todo el sentido hacerlo de la mano del Teatre Nacional y de su equipo, con quienes hemos trabajado en magnífica sintonía.
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