Artur Ramon
Si llegamos a la Sala Oval –gran sala de baile sin orquesta– y subimos al piso de arriba, encontramos las colecciones de arte moderno remodeladas recientemente. Aquí el discurso es, a la vez, temático y cronológico. El MNAC es un museo de museos, como una matriushka rusa. También es el museo de Fortuny, y en la primera sala encontramos una de sus obras maestras, pintada en Roma: La vicaría. En ella Fortuny retrata un contrato matrimonial en una iglesia barroca. La ceremonia religiosa ya se ha acabado y los novios y la comitiva de invitados han pasado a la rectoría para firmar. Una procesión de personajes circulan divididos por clases sociales: los burgueses acompañan a los novios mientras que los más humildes están sentados. Es a la vez una apología del costumbrismo y del preciosismo, un cuadro hecho de fragmentos, de miniaturas. Así creaba Fortuny, en ese registro se sentía cómodo, era un pintor de pequeño y mediano formato. Por eso fracasó cuando asumió el encargo de pintar un lienzo de nueve por treinta metros que tenía que representar La batalla de Tetuán. Esta pintura es la historia de un fracaso, ya que Fortuny no pudo acabarla en diez años, y el cuadro, como un gran tapiz, permaneció inacabado en su estudio.
Adentrarnos en la parte moderna del museo es un viaje en el tiempo. Observamos las diferentes tendencias que configuran el arte del siglo XIX. El orientalismo tuvo una enorme influencia en artistas como Fortuny, Tapiró y Signorini, que pintaban en África y vendían esos temas en Londres y París, donde había una clientela que demandaba ese tipo de obras. Después de la revolución industrial, ya acabado el siglo, aparece una hornada de artistas irrepetible, los grandes maestros de la pintura catalana del cambio de siglo. A la generación modernista formada por Rusiñol y Casas en pintura y Llimona, Clarà y Clarasó en escultura, se suma la nueva generación agrupada en torno a Els Quatre Gats, la taberna de Pere Romeu de la calle de Montsió. Destacan el miserabilismo de Nonell, con sus gitanas tristes de pincelada vibrante y nerviosa, los paisajes de Mir, llenos de furia y color, en Mallorca y Tarragona, y las damas vaporosas que salen por la noche de los bulevares parisinos de Anglada Camarasa, entre otros. Más allá de los grandes maestros a caballo del siglo XX, hay pintores de valía como Francesc Gimeno y su pintura valiente, Marià Pidelaserra y sus vistas del Montseny puntillistas, Nicolau Raurich y sus telas matéricas que anticipan a Miquel Villà y Antoni Tàpies, Pere Torné-Esquius con sus interiores delicados que miran hacia Vincent van Gogh y Félix Vallotton, entre otros. Y no hay que olvidar a los diseñadores del modernismo, como Gaspar Homar o Aleix Clapés, Gaudí y Jujol aparte.
La reacción a las impresiones de estos artistas será la mirada reposada del noucentisme, el retorno al orden y el equilibrio. Sunyer será nuestro Cézanne y Xavier Nogués el ideólogo de una Cataluña mediterránea, culta y feliz, expresada a través de sus monigotes entrañables. La historia del arte catalán es un movimiento contradictorio de acción-reacción. A la calma del noucentisme sigue el movimiento de las vanguardias, bajo la sombra del surrealismo. El grupo ADLAN se impone en los años treinta y aporta un mundo onírico y poético con las composiciones abstractas y geométricas de Artur Carbonell, entre otros.
La Guerra Civil, tan bien captada por las fotografías de Agustí Centelles, cierra un ciclo de nuestro arte. Después ya nada volverá a ser igual. Concluimos nuestro breve recorrido con el retrato de Marie-Thérèse Walter, Mujer con sombrero y cuello de piel, de Picasso, que enlaza con el recuerdo del románico que el artista vio por última vez el 5 de septiembre de 1934, días antes de la inauguración oficial de nuestro museo.
Artur Ramon
Este texto, basado en el itinerario del libro Museu Nacional d’Art de Catalunya: un itinerario, corresponde a la segunda parte del artículo publicado en la Revista del Foment, núm. 2.145, a quién agradecemos el permiso para publicarlo en el blog.