Georges Didi-Hubermann
El siguiente texto es un extracto de la conferencia inaugural de la exposición Insurrecciones que tuvo lugar en el museo el 23 de febrero de 2017. Vídeo completo de la conferencia al final del artículo.
Hay cóleras que son «santas», cóleras justas. Pero, ¿cómo discernir entre la pertinencia de una cólera o el acto de justicia que reivindica? ¿Cómo ser justos con las insurrecciones y los arrebatos pasionales que siempre conlleva? ¿Cómo legislar la cólera? ¿Qué se quiere decir cuándo se tilda de legítima? ¿Qué sería un derecho de insurrección? En 1795, apareció en la casa parisina de Jacquot un fascículo de cinco páginas titulado Insurrection en faveur des droits du peuple souverain (Insurrección en favor de los derechos del pueblo soberano). Ponía de relieve el artículo trigésimo quinto de la Declaración francesa de derechos humanos y del ciudadano: «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes». Entretanto, es decir, entre 1792 y 1793, los «enojados» de la Revolución Francesa publicaron sus escritos, discursos o panfletos que, finalmente, se reunieron bajo el título de Notre patience est à bout (Nuestra paciencia se está acabando).
Mucho más tarde, en el Congreso Anarquista Internacional de Amsterdam de 1907, se vio como Emma Goldman se puso de pie durante la penúltima sesión y propuso a la asamblea la aprobación de un texto en favor del derecho de rebelión, que su compañero Max Baginski también había firmado. Leyó: «El Congreso Anarquista Internacional está a favor del derecho de rebelión por parte del individuo como por parte de la masa entera. […] Los actos de rebelión […] son el resultado de la profunda impresión hecha sobre la psicología del individuo por la terrible presión de nuestra injusticia social, […] [y] se pueden caracterizar como las consecuencias socio-psicológicas de un sistema insostenible; y como tales, estos actos, con sus causas y motivos, que deben entenderse más que alabarse o condenarse.»
Sometida a votación, esta declaración fue aprobada por unanimidad. Sin embargo, no deja de sorprender por el «punto de vista psicológico» que asumía de antemano.
Por lo tanto, hay cóleras históricamente justas, cóleras políticas justas. Se debería tener en cuenta que la Ilíada de Homero, la primera crónica político-militar de Occidente, datada en el siglo VIII antes de Cristo, incluye en su inicio, en su primera frase, la palabra «cólera»: «Canta, oh musa, la cólera del Pelida Aquiles… «.
Peter Sloterdijk, en 2006, en un libro titulado Zorn und Zeit (traducido al español en 2010: Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico), juega polémicamente con el Sein und Zeit de Heidegger, y propone un análisis «político-psicológico» de la civilización occidental: desde Homero a Lenin, por lo tanto, la cólera sería la que conmueve y mueve a las sociedades, salvo que el destino de la cólera sea encontrar su forma solo en un «proyecto». Pero si sumamos la cólera a un proyecto, ¿esto no da lugar a la venganza y el resentimiento? Es como si las cóleras solo encontrasen su «economía política» en lo que Sloterdijk denomina «el banco mundial de la cólera», que representa el proyecto revolucionario por sí mismo.
La impresión que se desprende de esta descripción muy general es que la cólera, apenas reconocida en su potencia histórica, se ve inmediatamente refutada, ya que se resigna a los nefastos designios o los negros destinos (venganza, resentimiento, paranoia…) que la canalizan inevitablemente. ¿Dónde nos lleva la cólera?
La tradición filosófica parece responder que va mal en todos los casos. Pese a que hay una historia filosófica de la Revolución, de Kant a Marx y más allá, no habría de levantamientos, con sus correspondientes cóleras «psicológicas», sino solo una serie sin continuidad de crisis anacrónicas. Es como si la cólera por sí misma contribuyese a acentuar la diferencia y, por lo tanto, la oposición entre revolución y revuelta.
Volvería a una antropología política de concebir la cólera como la inductora de los gestos de las insurrecciones: concebir la potencia intrínseca de su movimiento antes de postular su proyecto en el orden de las relaciones de fuerza o las cuestiones de poder. ¿No se podría imaginar una fenomenología de las cóleras políticas?
Georges Bataille señala un movimiento de exceso que el genio hegeliano, según él, había dejado entrever: se da cuando el propio pensamiento entra en cólera sin soltar su consistencia y su rigor. Este es un punto de vista anarquista, sin duda.
No es casualidad que los textos de Michel Bakounine no duden en construir algo parecido a una equivalencia antropológica entre el acto de pensar y sublevarse. Ambas facultades preciosas y concomitantes concedidas a la especie humana serían la facultad de pensar y la facultad, la necesidad de sublevarse. Bakounine concluía que, en definitiva, la revuelta solo es la otra cara, expresada de forma negativa, de lo que designa positivamente la palabra disfrute.
En 1871, Jules Vallès desacreditó la Comuna de París desde el punto de vista (entre otros) de una especie de kermesse alocada. Una forma de indicar que, en cualquier insurrección, la cólera por sí misma es la fiesta, sin olvidar que también hay fiestas de ritos expiatorios (hechas de llanto colectivo), fiestas fúnebres, fiestas militares, fiestas salvajes, etc. La imagen festiva de la insurrección pertenece sin duda a la mitología que se atribuyen a sí mismos, en el momento o bien más tarde, los actores de cualquier revuelta.
Sin embargo, la fiesta es intrínsecamente poder. Precisamente por ello tiene a Dioniso como divinidad protectora. Transforma la cólera en poder expansivo, e incluso en poder de alegría. Transforma el gesto de miedo o de agresión en poder coreográfico. En tiempo de fiesta, que es como un tiempo fuera del tiempo, la cólera se convierte en alegría y la violencia en parodia. Sin embargo, escribe Yves-Marie Bercé, sigue siendo indiscutible que «la fiesta pueda ser peligrosa», en el sentido del peligro más trivial o inmediato sobre las personas. Bercé describe cómo la fiesta no tarda nada en poner los signos del poder patas arriba. En espera de poner al propio poder patas arriba.
No hay quizás nada mejor que una fiesta tradicional (aceptada por todos, y por lo tanto permitida por el gobierno) para transmitir los deseos e incluso las consignas de una insurrección. Durante los dos siglos que precedieron a la Revolución Francesa, la utilización política de las fiestas ha ido en ambas direcciones contrarias: para establecer o inhabilitar el poder establecido.
Y es así como la fiesta genera violencia ejercida, por medio de un movimiento recíproco respecto al duelo experimentado tras haber sufrido violencia. Pero la violencia actúa en todos los sentidos: no es ni un valor ni un no-valor en sí mismo.
En su libro Révoltes et révolutions dans l’Europe moderne (Revueltas y revoluciones en la Europa moderna), Yves-Marie Bercé presenta suficientes casos para que se comprenda la complejidad de los destinos hacia los cuales cualquier insurrección es susceptible de bifurcarse. Una insurrección se levanta: brota, explota en primer lugar. Es un acontecimiento extraordinario e imprevisible. ¿Y después? Después, puede dispersarse por sí misma, apagarse por sí misma como las cenizas de un fuego artificial. O bien puede ser que la aplaste la autoridad a la cual había cuestionado de forma espontánea. En muchos casos, acaba canalizada, es decir, contenida, desviada o rechazada por su propio brote. Cuando la revuelta pasa a ser organizada o jerarquizada, a menudo significa que está sometida a los fines de unos aparatos y que a menudo termina sometiéndose a un poder, cualquiera que sea. O bien se pierde y se desvía, se orienta hacia un objetivo que no era el inicial.
¿No habría otros destinos de la cólera de los pueblos que no fuesen la sumisión, por una parte, y el resentimiento, por otra? Es cierto que un libro como el de Barrington Moore sobre Les Origines sociales de la dictature et de la démocratie (Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia) lleva a pensar que las insurrecciones han generado indistintamente lo peor y lo mejor.
En cualquier caso, hemos de estar prevenidos de que las palabras «sublevación», «insurrección» o «revuelta» no pueden dar las claves (como si se tratase de palabras mágicas) para todo lo que afecta a los deseos de emancipación y, en general, a la constitución del ámbito político. En este punto, nos equivocamos completamente (la modestia será adecuada). ¿Dónde nos lleva la cólera? Es una cuestión que no depende unilateralmente de la potencia que su torrente arrastra. Es una cuestión dialéctica, o que apela a una respuesta dialéctica. Bertolt Brecht nos da un enfoque muy simple y muy sutil, a su vez, cuando, en su Diario de trabajo, reflexiona (el 28 de junio de 1942) sobre la paradoja de que «el odio no es especialmente necesario para la guerra moderna». Así pues, ¿dónde nos lleva la cólera en los totalitarismos guerreros? «El fascismo, responde Brecht, es un sistema de gobierno capaz de subyugar a un pueblo a tal punto que se puede abusar de él para subyugar a otros.»
Y no me vaya a decir que se trata solo de historias pasadas.
Georges Didi-Hubermann
Comisario de la exposición Insurrecciones
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Entrevista a Georges Didi-Huberman por Aurora Fernández Polanco, a CTXT- Contexto y Acción, 17/03/2017
Entrevista G. Didi-Huberman, Radio Web Macba, 2015, audio 21min, en inglés